Desde antes de que iniciara esta administración, esta columna alertaba sobre la destrucción institucional que podía esperarse. López Obrador necesitaba eliminar intermediarios para concentrar en él todo el poder posible. Al hacerlo, provocaría la incapacidad del Estado para cumplir sus obligaciones. Eso ha ocurrido. La conexión directa entre el líder y la población es una de las facetas del populismo. Otra de ellas es la orientación de los gastos del gobierno a la compra de votos, que también ha ocurrido. La tercera, más común durante las campañas, es la invención de un pasado mítico en el que todo iba bien, pero que se perdió debido a la actuación de una élite malvada. Como López Obrador sigue en campaña, esta faceta también existe.
El resultado es la destrucción del Estado: no es capaz de llevar a cabo las funciones que tiene asignadas, el dinero se direcciona al reparto y no se discute el futuro, sino el pasado. Por un rato, la inercia puede mantener la imagen de que el gobierno existe, pero tarde o temprano empiezan a aparecer las fallas: no hay medicinas, no hay vacunas, se acaban las becas, crece la deuda, se deteriora la infraestructura, se pierde el control del territorio.
En el mejor libro que ha escrito, Los orígenes del orden político, Francis Fukuyama afirma que los países exitosos son aquellos que logran desarrollar un “Estado fuerte, limitado por la ley y responsable (accountable) frente a sus ciudadanos”. Desde mediados de los ochenta, México intentó moverse por este camino, desafortunadamente de forma zigzagueante: recuperar la fuerza del Estado que se puso en riesgo en los años setenta y ochenta, establecer por primera vez ciertos límites legales, y una forma transparente de conexión con la ciudadanía. Estos dos últimos puntos fueron muy nebulosos en el siglo 20. La ley era un espacio de negociación, y la representación de la ciudadanía no ocurría a través de elecciones y partidos políticos, sino mediante corporaciones.
En el número de abril de Nexos, Fernando Escalante plantea algo parecido a lo que le comento ahora. Hace un gran énfasis en el arreglo del régimen de la Revolución, ese espacio de ley negociada y representación corporativa que menciono, y en el intento de modernización que significó institucionalizar al gobierno y transitar a la democracia. Sin denominar populismo al proceso, se refiere a la desinstitucionalización que ha privado en este gobierno, y concluye que, aunque no está claro qué ocurrirá, lo que priva es “la importancia cada vez mayor de tendencias centrífugas en una clase política que depende de mercados informales, ilegales y criminales”.
Entiendo que el ensayo de Escalante es una semblanza de un libro de próxima aparición, donde seguramente habrá referencias más claras a Fukuyama y una perspectiva económica que en el texto breve no aparece. No creo que modifique las conclusiones, pero sí puede darle más claridad a ese proceso de deterioro que percibe Fernando, me parece que correctamente.
Es cada vez más claro para observadores y estudiosos el derrumbe del Estado, y lo es también para gobiernos de otros países. No lo es, según parece, para millones de mexicanos, que no han necesitado del sistema de salud, no tienen hijos o no saben lo que ocurre en sus escuelas, no perciben el deterioro físico ni revisan las cuentas públicas. Sorprende escucharlos decir que no hay razón para calificar al actual gobierno de ser el peor de la historia, como si no abundara evidencia del proceso que, dice Escalante siguiendo a Sciascia, nos lleva al “orden de la mafia”.
Le atribuyen a Luis XV una frase que aplica perfectamente a Andrés: después de mí, el diluvio. Y sí, el cielo se está nublando.