Ya estará usted enterado de que entre martes y miércoles pasados, las huestes de López Obrador en la Cámara de Diputados trabajaron a destajo. Desaparecieron el Insabi, entregaron el Tren Maya (con todo y financiamiento adicional) al Ejército, cerraron la Financiera Rural, tasajearon al Conacyt y reforzaron la opacidad en las cuentas públicas. Aprovechando su mayoría, ignoraron las críticas de la oposición, las peticiones de los ciudadanos y, sin siquiera leer, aprobaron lo que se les indicó.
Esta avalancha tiene que ser ratificada por el Senado, y después enfrentada por la Suprema Corte, porque supongo que varias de las modificaciones serán impugnadas. Esto no significa que necesariamente la Corte las declare inconstitucionales, aunque supongo que la amplia violación al proceso legislativo tendrá su peso.
La prisa, lo comentamos el miércoles y ayer lo reforzó Enrique Quintana, tiene que ver con los tiempos electorales. Para septiembre, en el siguiente periodo ordinario de sesiones, ya estaremos en el ocaso presidencial, tal vez incluso con un candidato(a) ya definido, y será muy difícil garantizar la abyección (perdón, disciplina) que vimos esta semana. Urgía, supongo, bloquear auditorías y revisión de cuentas, porque en Insabi y Financiera Rural parecen existir fraudes de decenas de miles de millones de pesos, y en el primero, además, el mal uso de 500 mil millones. Urgía también terminar de entregarle al Ejército recursos públicos, infraestructura y control del espacio aéreo. Y, finalmente, urgía evidenciar las bondades de lo público sobre lo privado en materia de creación de conocimiento. Es decir: corrupción, militarización e ideología.
Hace ya mucho tiempo que esta columna afirmaba que el actual gobierno no había resuelto ninguno de los problemas que el país acarreaba, pero que había agregado nuevos. Específicamente, los dos temas que fueron determinantes en la campaña de 2018, inseguridad y corrupción, no fueron atendidos. Peor todavía, no hay sexenio más corrupto que el actual, según toda la evidencia que tenemos, a la que hay que sumar las modificaciones legales de esta semana, que buscan esconder fraudes similares, o mayores, al ocurrido en Segalmex, que ya era el récord histórico.
Aunque nunca lo ofreció en campaña, López Obrador ha decidido entregar el país a los militares. Ya controlan aduanas, aeropuertos, espacio aéreo, puertos, servicios turísticos, servicios de salud. Aunque la Corte lo ha rechazado, siguen a cargo de la seguridad pública, y no parece que vayan a irse. Para los incautos que ven en esto alguna virtud, permítanme decirles que detrás de la inmensa opacidad militar, la corrupción también campea.
Para cerrar, la destrucción de Conacyt, y su reemplazo por un organismo que dice incluir humanidades, pero en realidad elimina a los investigadores y científicos de cualquier espacio de decisión, es un paso más en la búsqueda de control del pensamiento. No hay gran diferencia en lo que se hace con la Nueva Escuela Mexicana: se trata de reemplazar el conocimiento por la ideología. No hay diferencia entre Álvarez-Buylla y Marx Arriaga, pues.
Desde el gobierno de López Obrador se promueve el camino cubano de la destrucción: corrupción, militarización e ideología. Eso, sin embargo, se sigue estrellando con una pared conformada por la Suprema Corte, por una economía sumamente compleja y por una oposición que, si bien no puede frenar la locura en las cámaras, sigue siendo parte de la contención.
Sigo pensando que ese camino de la destrucción no tendrá éxito. Creo que el muro de contención es suficientemente sólido, y que a los destructores se les ha acabado el tiempo. Por eso, imagino, esa sensación de caos que hemos atestiguado esta semana, y que es señal de lo que seguiremos viendo: la desesperación de quienes tuvieron oportunidad, y se les escapó de las manos.