Cuando ganó la presidencia del PRD, con abrumadoras señales de fraude, se le perdonó porque era el candidato de Cuauhtémoc. Además, era un joven impetuoso, y no el viejo necio de Heberto. Después, cuando quería competir para jefe de Gobierno sin cumplir con los requisitos, se hizo fácil reclamar por qué pedían cinco años de residencia en el DF, ¿qué no es la capital del país y cualquiera debería competir? Cuando la violencia fue creciendo, y los secuestros provocaron marchas ciudadanas, había que tomar partido en contra de los “pirruris”, como él mismo llamó a los padres de los secuestrados, y a los miles de ciudadanos que los acompañaron.
Ya encaminados, resultó más fácil entender el desafuero como una acción para impedirle competir por la Presidencia que reconocer que, como en los casos mencionados, siempre actuó al margen de la ley. A veces de un lado, a veces del otro, pero siempre al margen. Y una vez escalado el compromiso, no quedaba sino sumarse a la queja de fraude, al insulto al contrincante, al bloqueo de Reforma y al gobierno legítimo.
Claro que siempre desde la barrera, como corresponde a quienes opinan. No en las tiendas de campaña, ni en el Zócalo, sino nada más en artículos, opiniones, a veces con quejas, en corto, de que sí exageraba en su posición antisistema. No hubo necesidad de comprometerse demasiado porque los desatinos de Peña Nieto daban para llenar cuartilla tras cuartilla: que si decía tonterías, que si su familia compraba bienes fuera del presupuesto, que si eran unos vividores y corruptos.
Por eso había que sumarse en 2018. Imposible apoyar al candidato de Peña, ni mucho menos al de la derecha. Había que respaldar al de siempre, al que “merecía” su oportunidad. Total, era claro que había cambiado, ya no era el energúmeno de siempre, sino un líder pragmático. En el colmo de la locura, decían que era un estadista.
Hoy, cuando es evidente que no tiene empacho en violar las leyes y la Constitución, cuando hay abundante evidencia de que la corrupción que lo rodea supera cualquier sexenio previo, cuando es claro que su familia es de vividores, resulta que los que insultaban a Peña Nieto no pueden hacer lo mismo con López Obrador. Es más, ni siquiera pueden aceptar que vivieron en el error por dos décadas. No, si acaso, fueron engañados. Se abusó de su buena fe.
La mente humana es muy curiosa. Se nos dificulta mucho reconocer errores, y más cuando la evidencia es pública. Nos consideramos capaces en temas que desconocemos, porque además el público nos celebra, suponiendo que, si sabemos escribir, sin duda entendemos de cualquier cosa. El catálogo de sesgos cognitivos es grande. La vergüenza es escasa.
Todo mundo tiene derecho a tener opiniones, pero ninguna opinión es respetable. Son las personas las que merecen respeto, pero no las cosas que esas personas dicen. Algunos son mentirosos, otros nada más son ignorantes, alguno estará buscando algún puesto o dinero. Las opiniones, cuando se relacionan con hechos, pueden ser fácilmente desmontadas. Cuando tienen que ver con juicios, siempre serán riesgosas. No en balde desde el Asia Central se extendió la idea de “suspender el juicio”, hacia budistas de un lado, y hacia escépticos del otro. Sigue siendo la mejor recomendación cuando no hay evidencia disponible.
De esas opiniones que todo mundo tiene derecho a tener, cada quien será responsable. A quienes viven de ellas, es justo reclamarles. Habrá quien acepte haberse equivocado, quien afirme haber sido engañado y quien insista en su sabiduría permanente.
Cuando hay evidencia, no hay nada qué discutir. Cuando no la hay, no hay razón para decidir.