Para Emilia, en su cumpleaños.
Me imagino que hoy usted estará leyendo acerca de los resultados en las elecciones de Estado de México y Coahuila. Esta columna, sin embargo, debe entregarse en un horario que no permite conocer los resultados. Y como el tiempo de las especulaciones ya ha terminado, es preferible hablar de otro tema. Permítame iniciar algo que creo que será muy importante en el año que hoy comienza.
Como usted sabe, un elemento muy importante en el ascenso del populismo, en el mundo entero, ha sido la polarización. Se trata de convencer a un amplio grupo de personas de que su situación actual es producto de las acciones de otros. Se les convence de que, antes, su grupo vivía muy bien, pero hubo quienes terminaron con esa vida, y los colocaron en la triste situación en que hoy viven. En consecuencia, para mejorar, lo primero que hay que hacer es acabar con esos otros.
La polarización cambia dependiendo de la sociedad en la que se incita. En Hungría, por ejemplo, el grupo es de los nacionales y sus tradiciones: los otros son los recién llegados, los que no respetan las tradiciones, etcétera. En Turquía y la India, el grupo se asocia a una religión y a las tradiciones asociadas. En Estados Unidos, al American way of life, excluyendo a inmigrantes, grandes ciudades, las costas. En México, como de costumbre, la definición es resbalosa, como lo fue el nacionalismo revolucionario, que es su esencia: un pueblo bueno del que han abusado los extranjeros, los ricos, la Iglesia, los güeros, etcétera.
Para quien polariza, lo relevante es alcanzar el apoyo de la mitad de la población, o incluso menos, si los opositores son incapaces de unirse. No tiene importancia el funcionamiento del gobierno, de la economía o la seguridad. Todo está en función de mantener la polarización necesaria para no perder el poder. Como sea.
Para polarizar, se ofrece una utopía. El grupo sufriente se convierte en pueblo elegido. Sólo ellos tendrán acceso al final feliz, que espera al término del arcoíris: el paraíso, la revolución que hace justicia, America Great Again. Lo único que tiene que hacer el grupo es mantenerse unido siguiendo al líder, el mesías, a cuyo derredor se acomodan los clérigos de costumbre (ahora conocidos como intelectuales). Si alcanza el tiempo, la utopía se consolida en liturgia, rituales, libros o códigos sagrados.
En las últimas ocasiones en que se vivió este tipo de polarización, el resultado fue la violencia al máximo nivel: las guerras religiosas del siglo 17, Napoleón en el 19, las guerras mundiales del 20. Y es que, al polarizar, se debilita la esencia de lo que nos ha permitido vivir mejor que en cualquier otra época en la historia humana.
La gran transformación social del siglo 15 nos permitió multiplicar la población por 16 veces, pero al mismo tiempo multiplicar la riqueza de cada persona por 19 veces. Y esa gran transformación consiste en una sola idea: todos somos iguales. Todos los seres humanos tienen la misma dignidad.
Es decir, todos deben participar en el gobierno (eso es la democracia); todos deben participar en la generación de riqueza (eso es el libre mercado); todos deben participar en la generación de conocimiento (eso es la ciencia y la educación). Por eso a los líderes populistas les molesta la democracia, el mercado y la ciencia. Por eso necesitan mentir, para polarizar. Y polarizan para dividir. Y eso es lo que destruye la estabilidad política, la generación de riqueza y la creación de conocimiento.
Si algún gobernante le dice alguna vez “nosotros no somos iguales”, preocúpese. Y actúe.