Fuera de la Caja

Mar de fondo

La comunicación actual, interactiva, en tiempo real y sumamente potente en cuestión emocional, dispersa los temas, y produce con ello sociedades incoherentes.

Comentábamos el lunes cómo la tecnología de comunicación determina el comportamiento de la sociedad en otros ámbitos, destacadamente el político. Por eso, decíamos, el descrédito de los partidos en todos los países democráticos occidentales, que no son capaces de ofrecer lo que la sociedad, bajo un sistema comunicacional interactivo (hiperconectado), exige.

Sin embargo, este fenómeno es sólo uno de los que resultan de ese cambio comunicacional. De hecho, la causa de que los partidos no sean atractivos para las mayorías es que se trata de organizaciones construidas alrededor de programas políticos muy limitados, que funcionaban muy bien en los tiempos en los que la comunicación era igualmente limitada: de uno a muchos. La televisión (y el cine y los periódicos) reducía la discusión a un pequeño número de temas que podían interesar a un amplio número de receptores.

Pero aquí es donde el argumento se vuelve más interesante. Esos temas eran los que llamábamos “de interés nacional”. La idea de que hay temas que importan a todos los habitantes de esa comunidad imaginaria resulta también de las formas de comunicación. Fue alrededor de los periódicos, en la segunda mitad del siglo 18, que se pudo construir esa comunidad, antes inexistente. Aunque los especialistas suelen fechar el inicio de las naciones con la paz de Westfalia (1648), en realidad el tránsito de reinos, ducados, marquesados y demás hacia una comunidad política unida alrededor de abstracciones (bandera, himno, Constitución) ocurrió conforme los miembros de esa comunidad empezaron a tener preocupaciones similares, producidas por esa comunicación (casi) en tiempo real que ofrecían los periódicos.

Antes de eso, los grupos humanos se identificaban con el lugar en que vivían, cuya propiedad establecía los lazos de relación. Labradores de campos de algún patricio romano, siervos en algún terreno de un barón, y mucho después habitantes de ciudades intentando vivir fuera de esas relaciones: burgueses, como se les decía, o ciudadanos, como creo que es preferible. La construcción de una unidad política de ciudades y campos, independiente de las relaciones aristocráticas (y religiosas), es producto de los periódicos. La conversión de esas unidades políticas en espacios de religión laica (fascismo, comunismo, nazismo) fue producto de la transformación de los periódicos en medios masivos. El triunfo frente a esas aberraciones, me parece, hay que atribuirlo, al menos en parte, a la televisión.

Esos medios, unidireccionales, más o menos en tiempo real, más o menos potentes en términos emocionales, construyen sociedades muy grandes, razonablemente cohesionadas alrededor de unos pocos temas de discusión, enarbolados por organizaciones políticas relativamente simples, que permitieron un manejo exitoso del poder durante varias décadas.

La comunicación actual, interactiva, en tiempo real y sumamente potente en cuestión emocional, dispersa los temas, y produce con ello sociedades incoherentes, plagadas de islas con unos pocos habitantes cada una, que pueden agruparse con otras islas, pero sólo temporalmente, porque para cada tema hay muchas fuerzas de atracción y repulsa. Por eso todos los temas de fricción acaban configurando dos grandes conglomerados, que se acusan mutuamente. Es decir, por eso la polarización.

Aunque creo que ya es claro que los partidos políticos se derrumban en todo el Occidente democrático, me parece que aún no percibimos que se trata de un movimiento mucho más profundo. Es perceptible también en la desaparición de los sindicatos (salvo los que dependen del gobierno, y alguno de industria), y si mira con cuidado, también lo verá en la distribución territorial. Es decir, si lo ve detenidamente, notará cómo lo que se derrumba es la nación. La siguen sosteniendo los arreglos institucionales, especialmente la ley y la moneda, esta última ya amenazada por las criptos.

Ése es el proceloso mar en que estamos, aunque lo que nos espante sean las olas del populismo.

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