Tal vez ya no sea fácil recordar, pero López Obrador alcanzó su máximo de popularidad en febrero-marzo de 2019. Tuvo entonces 70 u 80 por ciento de aprobación, dependiendo de la casa encuestadora. Habían pasado cinco meses de la cancelación de la construcción del aeropuerto, y ya se habían anunciado grandes proyectos de infraestructura, así como modificaciones legales, se decía, para terminar con la corrupción.
Sin embargo, esa aprobación se desplomó durante los siguientes 12 meses, al grado que fue la pandemia la que acabó por salvarlo. Efectivamente le “cayó como anillo al dedo”, porque en ese año la desilusión crecía rápidamente. La población se convenció de que la pandemia era un fenómeno global, y que López Obrador había actuado de buena manera para enfrentarla. Como sabe cualquiera que haya visto datos, esto no es así. México tuvo uno de los peores desempeños, tanto en salud como en economía, pero el esfuerzo propagandístico de López Obrador por las mañanas, y por un tiempo López-Gatell por las tardes, rindió frutos.
Sin embargo, desde 2019 una proporción creciente de ciudadanos se preocupaba del rumbo del país. Crecían los reclamos a una oposición que no se veía (sin recordar que su posición en el Congreso era minoritaria y que los medios no les abrían espacio) y se pedía la aparición de líderes que pudieran aglutinar a los quejosos. Cuando Morena fue derrotado en la elección intermedia y perdió su mayoría calificada en la Cámara de Diputados, de inmediato esos quejosos pedían tener ya un candidato presidencial. Veían ya clara la decisión de López Obrador por Claudia Sheinbaum y el arranque sumamente anticipado de la sucesión.
No era tiempo de ello, frente a un Presidente narcisista que ha acumulado todo el poder y que carga con todo el rencor. Quien se hubiese lanzado en ese momento habría sido destruido. Había que esperar, a pesar de que la oposición contaba desde entonces con más votos que la coalición presidencial (M.A.Casar, Nexos, 29 de junio). Pero la urgencia de López Obrador obligó a que la oposición también se moviera antes de lo debido, y estamos a una semana de que se decidan las candidaturas, justo al inicio formal del proceso electoral.
Muchos de los ciudadanos que exigían un líder en 2019, y un candidato en 2021, quieren ahora un programa de gobierno. Como en las ocasiones previas, se equivocan. No es tiempo de ello. Tal vez nunca sea tiempo, debido al impacto que la comunicación interactiva ha tenido en la sociedad, y que ya hemos platicado. Hoy no existen temas que concilien y promuevan la unidad. Hoy, cualquier oferta que se haga contará de inmediato con personas que se opongan a ella, y difícilmente sumará apoyos. Las campañas políticas, en todas las democracias occidentales, ocurren ahora alrededor de temas muy amplios, de generalidades, pero sobre todo se concentran en la oposición a algo que sea muy claro para todos: el pantano al que se refería Trump, los conservadores de López Obrador, la constitución pinochetista en Chile. Por eso la gran mayoría de las elecciones han sido ganadas por la oposición.
La esencia de la elección de 2024 es el respaldo o el rechazo al sexenio actual. Nada más. Mientras se definen y consolidan las candidaturas en ambas coaliciones, no conviene ni siquiera definir muchos qués, mucho menos entrar a cómos. Para inicios de 2024 será necesario un poco más de claridad, pero no demasiada.
Sé que esto va en contra de lo que estamos acostumbrados a pensar, pero me parece que si consideramos lo que ocurre hoy en todas las democracias, y le sumamos la capacidad de mentir y violar la ley que ha mostrado López Obrador, la conclusión es clara: aglutinar el voto en contra. Nada más.