La semana pasada se cumplieron tres aniversarios que es conveniente recordar. El 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Casi exactamente cinco años después, ocurrió el “golpe de la cervecería”, el 9 de noviembre de 1923. Exactamente 15 años después, la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, tuvo lugar la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos, en la que miles de establecimientos judíos, incluyendo sinagogas, fueron atacados por las huestes de Hitler.
No es una coincidencia que la semana pasada se cumplieran 105 años del fin de la I Guerra, 100 del golpe fallido de Hitler, y 85 del inicio de la barbarie que, siete años después, había cobrado la vida de seis millones de judíos, y centenares de miles de otros grupos despreciados por el Tercer Reich.
La Primera Guerra Mundial es el evento más importante del siglo 20, mucho más que la Segunda, aunque en ésta hayan muerto muchas más personas, especialmente civiles. Es la que destruye el arreglo mundial previo, y abre el espacio para una nueva forma de vida en todo el planeta. Es en esa guerra en la que Reino Unido pierde el estatus de potencia hegemónica, y con ello se derrumba el patrón oro. Esto provoca una caída en el comercio internacional, que es la base de la generación de riqueza.
El pasado no es tal. A partir de 2008, estamos viviendo un fenómeno similar al iniciado en 1913: el comercio internacional se reduce, como proporción de la economía global. Desde entonces, hemos presenciado un incremento en los conflictos sociales en los países occidentales, que han desembocado en liderazgos irresponsables y autoritarios: Trump en Estados Unidos, Sánchez en España, Boris Johnson en Reino Unido (después del cual, el diluvio parece poco). La polarización en los países occidentales ha abierto el espacio para que los regímenes autoritarios intenten avanzar: Rusia invade Ucrania, Irán ataca a Israel (usando alfiles), China amenaza extenderse.
La historia no se repite, pero rima, dicen que decía Mark Twain. La Primera Guerra terminó con los gobiernos aristocráticos y abrió el espacio a las masas, que tuvieron tres caminos: la dictadura del proletariado, la subordinación a la raza superior y la democracia liberal. Al final ganó esta última, después de la II Guerra y la Guerra Fría. Celebramos “el fin de la historia”, pero muy pronto se descompuso el panorama. No por lo que creen los que no leyeron a Fukuyama pero se ríen de él.
La base de la estabilidad del siglo 20 fue un sistema de comunicación con muy pocos emisores y abundantes receptores. Un puñado de personas informaban y construían la discusión pública, que por razón obvia se concentraba en pocas ideas, sencillas y atractivas a todos. Hoy tenemos miles de emisores, que producen centenares de ideas, sencillas, pero que no todos comparten. La esfera pública se polariza. Los partidos políticos no tienen espacio, porque no pueden procesar tantas ideas; las elecciones las ganan los que parezcan venir de fuera. Muchos de ellos son desequilibrados, irresponsables, autoritarios.
No es lo mismo lo que causaron radio, cine y telégrafo hace 100 años, pero rima. También entonces el statu quo político dejó de funcionar, y aparecieron los desequilibrados, irresponsables y autoritarios. Así nos fue.
La gran amenaza no es el ascenso de China (que ya no asciende nada), ni el machismo de Putin. La gran amenaza es el derrumbe del arreglo social occidental, a manos de centenares de pequeños grupos que defienden ideas globalmente irrelevantes, pero profundamente sentimentales para cada uno de ellos. Del caos surgen los liderazgos mencionados, que una vez en el poder no se detendrán hasta destruir la democracia. Cuidado con lo que defiende.