Fuera de la Caja

Defender la nación

La miseria moral de López Obrador no tiene límite, como es sabido. Ordenó a Zaldívar, su lacayo, renunciar a la Corte para, como Calígula, nombrar un reemplazo insultante.

Pedro Sánchez ha logrado repetir en la presidencia de España, a cambio de perdonar la sedición de un grupo de catalanes que, en el fondo, son sólo tapaderas de la inmensa corrupción de Jordi Pujol. Dicho de otra forma, no le ha importado a Sánchez destruir el marco constitucional español con tal de quedarse en el poder.

Algo similar hizo Donald Trump el 6 de enero de 2021, cuando promovió un golpe al Congreso de los Estados Unidos, poniendo en riesgo la vida de la entonces presidenta de la Cámara e incluso de su vicepresidente. Con tal de mantenerse en el poder, no le importó destruir el marco constitucional de Estados Unidos.

Este tipo de actos no son extraños en muchos países, pero atestiguarlos en Estados Unidos y en un país destacado de la Unión Europea es algo muy diferente. En el primer caso, es algo nunca visto; en el segundo, habría que regresarnos 100 años para encontrar algo similar, a manos de Benito Mussolini y Adolf Hitler. No comparo a las personas, sino a los hechos: sacrificar el Estado de derecho para mantener el poder.

En América Latina tenemos muchos ejemplos de este tipo de actuación, pero en México habíamos logrado evitarlo, si bien debido a un arreglo extraño: desde el principio, la ley quedó en un lugar secundario frente al arreglo político. No vivimos en paz debido al cumplimiento de la ley, sino al pacto fundacional del régimen de la Revolución. Insisto en que el gran constructor fue Lázaro Cárdenas, quien subordinó con claridad a la Suprema Corte, al Banco de México, a gobernadores y Congreso, estableciendo además la regla sagrada no sólo de no reelegirse, sino de trasladar el poder a un grupo diferente al del presidente saliente.

Este arreglo llegó a su fin en los años 80, agotado, e intentamos reemplazarlo con una democracia formal. Para ello, se independizaron Corte, Banco de México, Congreso y gobernadores del poder presidencial, se crearon órganos autónomos y mecanismos de financiamiento para garantizar esa independencia y autonomía. Era un Estado de derecho en ciernes.

En los últimos cinco años, López Obrador ha destruido ese Estado de derecho casi por completo. No ha logrado subordinar al Banco ni a la Corte, pero no cesa de presionarlos. Lo demás ya no cuenta con independencia. En su andanada actual contra la Corte, es capaz de usar como rehenes a los cientos de miles de damnificados acapulqueños, fingiendo que los recursos para la reconstrucción del puerto deben salir de los fideicomisos del Poder Judicial. Su miseria moral no tiene límite, como es sabido. Ordenó a Zaldívar, su lacayo, renunciar a la Corte para, como Calígula, nombrar un reemplazo insultante.

En su afán de mantener el poder, no sólo destruyó ese incipiente Estado de derecho, la administración pública, las finanzas del erario, está también destruyendo a medios y empresarios, a críticos y adversarios e incluso a colaboradores y amigos. La humillación que ha sufrido su candidata la hace ya irrelevante.

Es posible que en España, entre el Senado y los tribunales, no haya indulto ni amnistía, se deba llamar a nuevas elecciones, y Pedro Sánchez acabe en la ignominia. Es posible que en Estados Unidos, las decenas de procesos judiciales que enfrenta Trump acaben por eliminarlo. Las instituciones de esos países todavía tienen fuerza.

En México, la defensa nacional en contra de la locura pende de unos pocos hilos: una Corte dañada, pero resiliente; unos pocos ejemplos de pundonor político; pero, sobre todo, una ciudadanía que hace un año empezó a defenderse públicamente. Sin organización, sin mucha claridad, pero percibiendo ya que lo poco que queda de México está en sus manos. Fuerza, ciudadanos.

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