Andrés Manuel López Obrador quería ganar la Presidencia para tener todo el poder. De hecho, no quería ser presidente, sino monarca, soberano. Aquél a quien nadie puede mandar, pero que manda sobre todos. Buscaba ese objetivo, creo yo, para llenar un vacío interior que es permanente. La muerte del hermano, el padre lejano, su pésimo desempeño escolar, tal vez sean etapas de ese camino que ha seguido “la piedra”, como le decían de joven, buscando fuera lo que jamás podrá encontrar.
Para lograr su objetivo, no se detuvo ante nada. Ni tuvo gratitud con quienes lo impulsaron, ni respeto por la ley. No se detuvo en mentir, ni en utilizar dinero público para agilizar su avance.
Maestro del engaño, sedujo a centenares de personajes públicos que, desde sus púlpitos, proclamaban virtudes que él jamás tuvo. Lo veían como estratega genial, como maestro de la comunicación, como ejemplo de empatía frente a los desfavorecidos. Nada de esto fue jamás cierto: confundían la necedad con la estrategia, la mentira con la difusión de ideas, y el fingimiento con el sufrimiento que él jamás ha tenido por nadie.
Lo imaginaban estadista, sin caer en cuenta de su acérrimo provincianismo; querían ver pragmático y moderado al promotor de éxodos, cierres, plantones; lo han querido ver honrado, en esa extraña lógica de la izquierda mexicana que considera que el dinero público utilizado para el proyecto político no es corrupción. A él, que desde su gobierno en Ciudad de México empezó a desviar recursos de mantenimiento para ofrecer dádivas, origen del deterioro que hoy vive la capital del país, especialmente en el Metro y lo hidráulico, ahora extendido a vialidades y aeropuerto. Y al país entero.
Después de cinco años en el gobierno debe requerirse un gran esfuerzo para seguir creyendo en eso. El estratega genial perdió la elección intermedia, no logró colocar al esquirol rumbo a 2024, y se ha colocado en una posición muy vulnerable en materia fiscal. El gran comunicador requiere 100 mentiras diarias, una conferencia matutina de casi tres horas y la subordinación de medios (que logra como cualquier gobierno anterior, con dinero y amenazas), para no hundirse de forma definitiva. El empático no ha dejado de reírse, ni frente a los más de 100 muertos en Tlahuelilpan, cuando inventó la excusa del huachicol porque se quedaron sin gasolina; ni frente a los cientos de miles de muertos de la pandemia; ni frente a masacre tras masacre; ni ha tenido la mínima decencia de hacerse presente en Acapulco. No en su base naval, en la que es soberano, sino en la calle, donde debe estar el Presidente.
Como, aun siéndolo, nadie le hacía caso, terminó entregando el país a los militares. Entre ellos sí se siente alguien, porque es su comandante supremo por unos meses más. Pero su gobierno no funciona, ya no hay quien sepa hacer las cosas. Expulsaron a los expertos, cerraron o debilitaron los órganos autónomos, y los gobiernos locales de los seguidores de López Obrador son, en lo general, réplicas de su provincianismo, mediocridad y corrupción.
López no ha podido construir nada, aunque haya destruido mucho. Frente al aeropuerto de clase mundial cuya construcción canceló, hizo una central mediocre que, años después, no puede siquiera salir de números rojos. Hace un tren que es un desastre ambiental, que es también una construcción mediocre, no un tren rápido ni eléctrico. Quiere obligar a las aerolíneas a cumplir sus caprichos, y con sus soldaditos se inventa una y les da una decena de aeropuertos. Quiere forzar a los ferrocarriles a trasladar pasajeros, como su tren con soldaditos. Quiere contar él los votos, supongo que también con sus soldaditos, y por eso ha puesto al INE y al TEPJF al borde de la implosión.
México en manos de un desquiciado. Nada más, nada menos.