Hace unas semanas bloquearon el Arco Norte. Ahora lo han vuelto a hacer, pero además cerraron la autopista Puebla-Ciudad de México, que en esas semanas pasadas nada más habían bloqueado por unas horas. Se trata de delitos federales, que no deberían requerir mucha discusión. Las fuerzas del orden (es decir, la Guardia Nacional) podría replegar a los manifestantes, mientras una delegación del gobierno atiende sus demandas. No hacerlo implica poner en riesgo el patrimonio, y tal vez la vida, de los miles que no pueden circular.
Desde el trauma de 1968 o, más claramente, desde la versión mexicana de la Guerra Sucia, terminada diez años después, el gobierno mexicano se siente sin legitimidad para aplicar la ley. No es que antes lo hicieran, pero sí se sentían apoyados en la decisión que tomaran, que ocasionalmente coincidía con las leyes. El régimen político en que vivimos durante el siglo 20 cimentaba su respaldo en la discrecionalidad, la negociación o, dicho en nuestro español: en la transa.
Vivíamos en el país del disimulo, del fingimiento y la hipocresía. Se aprendía ‘en la más tierna infancia’ a aparentar, y a esperar un comportamiento similar de los demás. Y hacer eso durante décadas se convierte en cultura. De ahí que México sea el país con mayor nivel de ‘permisividad’ en el mundo, según lo ha medido el equipo de Geert Hofstede. Cada uno de nosotros finge comportarse como se debería, y a cambio no se fija en lo que los demás hacen. En consecuencia, no hay reglas comunes: cada uno tiene las propias, y deja que los demás tengan las que deseen.
El resultado es caótico: en el tráfico, en los acuerdos, en la basura, en la convivencia. Hace 30 años, cuando apostamos por modernizar al país, lo hicimos mediante un acuerdo que trasladaba la interpretación y aplicación de la ley al extranjero. Al menos las leyes relacionadas con empresas y economía, y de forma incompleta. Lo demás siguió como siempre: empresarios compadres, líderes venales, informalidad bordeando al crimen, gandallismo vecinal. Luego se sorprendieron de que México no pudiese aprovechar mejor el TLCAN, de que el sureste siguiera siendo cuna de pobreza, de que la educación no diese resultados, de que la democracia no pudiera afianzarse.
Lo poco que pudimos avanzar en los siguientes 25 años se ha borrado por completo en los últimos cinco, al tener al mejor ejemplo de gandallismo en Palacio. Desde la ‘máxima tribuna del país’ se dice, todos los días, que la ley no es la ley, y que la percepción personal de lo justo debe prevalecer sobre el acuerdo común. Hagan como consideren conveniente, y no se anden fijando en lo que los demás hacen. No sé si usted ha percibido un incremento en el caos a su alrededor, en el tráfico, en la basura, en el comportamiento de quienes encuentra cotidianamente.
En el extremo, la permisividad ha llegado al nivel criminal: eso significa la frase ‘abrazos, no balazos’. Con ello, la permeable frontera entre informalidad y criminalidad se ha llenado de hoyos. Espacios que antes funcionaban al margen de la seguridad social y los impuestos, ahora están al margen de cualquier ley: taxistas, transporte público, comercio de pollo, aguacate, limón, y un creciente número de antros y restaurantes. No en todas las ciudades, no todo al mismo tiempo, pero la tendencia es observable.
Entonces, sí, tenía razón el que dijo que la transa es cultural, aunque lo haya expresado inadecuadamente. Y en un territorio caótico, sin reglas comunes a todos, no cualquier actividad resulta rentable. Las que lo logran exigen grandes rendimientos, que por ello resultan en una baja productividad de quienes ahí trabajan.
Todo esto, sin embargo, parece no existir para expertos en política, desigualdad, desarrollo, incluso en seguridad. Creo que les ayudaría considerarlo.