El primer minuto del lunes inició un paro de los trabajadores del Poder Judicial de la Federación, que se ha extendido a casi todo el país, y el primer minuto del día de hoy, 21 de agosto, se suman los miembros de la Asociación Nacional de Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito del Poder Judicial de la Federación (Jufed), que el mismo lunes votaron mayoritariamente por también suspender labores. Lo hacen para defender sus derechos laborales, pero también el derecho a ser escuchados, algo que no ocurrió en esos foros organizados desde el Legislativo para burlarse de los mexicanos, pero especialmente de quienes trabajan en el Poder Judicial.
La reforma propuesta para el Poder Judicial es un completo sinsentido, que tiene como objetivo subordinar dicho poder al Ejecutivo, como ya lo está el Legislativo. Con ello, todos los poderes de la Federación quedarían en manos de una sola persona. No hay manera de decirse defensor de la democracia y apoyar esta reforma. El que en ella se argumente que los jueces serán electos por voto popular es un insulto adicional: poner la justicia en manos de la voluntad popular no es democracia, es linchamiento.
Fiel a su costumbre, el Presidente miente todos los días respecto a la reforma. Para él, no sólo representa acumular todo el poder en sus manos, sino vengarse de quienes impidieron que violara la ley durante su gobierno. Con tal de exterminar a quienes obstaculizaron su voluntad, no le importa poner en riesgo la estabilidad misma de la sociedad. Aunque la procuración, impartición y administración de justicia en México han sido siempre muy deficientes, los equilibrios e inercias construidos en décadas le han dado al país una estructura mínima para la convivencia. Romperlos de golpe, sin algo a cambio, es derrumbar el andamiaje sobre el que nos relacionamos.
Sirva de ejemplo lo hecho en el sistema de salud, en el que las ocurrencias dejaron a 50 millones de personas sin acceso a servicios elementales, y a toda la población sin medicinas. Seis años después, no se ha resuelto nada. La población ha tenido que resolverlo, desplazándose a servicios privados, pagando de su bolsillo las medicinas, atendiendo a sus enfermos en casa.
En estos seis años se han causado daños considerables al país. Obras monumentales cuyo costo es irrecuperable, pero que además han provocado estragos: la cancelación del aeropuerto degradó seriamente a la Ciudad de México, el Tren Maya está destruyendo el acuífero de Yucatán, Dos Bocas terminó con los manglares. La economía no ha podido recuperar el tamaño que tenía, considerando el crecimiento demográfico (aunque éste es considerablemente menor). Las finanzas públicas se encaminan a un ajuste muy doloroso. Los servicios públicos se deterioraron de manera grave, causando no sólo muertes innecesarias, sino un caudal de desventajas para las nuevas generaciones, desde vacunas que no recibieron hasta una educación deplorable.
No contento con lo destruido, López Obrador quiere perpetuarlo, y perpetuarse él mismo. Quiere que su destrucción se convierta en la ley de la tierra. Quiere ser el monarca que rija sobre la miseria y podredumbre, pero ser él y nadie más.
Es un enfermo, lo he escrito en múltiples ocasiones. No para quitarle responsabilidad por lo que hace, sino para dejar claro que sus acciones no tienen otra guía que una mente desquiciada, embriagada de venganza y deseo de poder. Los ambiciosos que lo rodean, los tontos útiles que le siguen encontrado “virtudes de izquierda”, los cobardes que nunca quisieron enfrentarlo, son responsables de haberlo encumbrado y solapado. Ninguno lo aceptará jamás.
Nos quedan cuarenta días de tránsito por el desierto. De lo que ocurra en ellos dependerán generaciones enteras.