Desde 1934 y hasta 1994, sesenta años, la Suprema Corte funcionó como subordinada del presidente, quien nombraba a los ministros para todo su sexenio. Hasta 1988, todos los gobernadores y senadores fueron del mismo partido, y una amplísima mayoría calificada en Diputados. En consecuencia, la Constitución podía modificarse en cada gobierno, y así se hacía.
Durante todo ese tiempo no había reglas escritas que valieran, vivíamos en la discrecionalidad total. La estructura de poder, sin embargo, era sólida: cada quién sabía qué podía decidir, y en qué debía pedir órdenes. En la cúspide estaba el presidente, literalmente un monarca temporal, que sin embargo tenía que equilibrar permanentemente a los distintos grupos de interés. Aunque fue el mismo Estado el que construyó a sindicatos y centrales campesinas, había que negociar con ellos.
Más allá de los empresarios regiomontanos, a los que Cárdenas enfrentó en 1936, pero dejó vivos, todos los demás se construyeron alrededor del grupo vencedor de las guerras civiles. Viejos porfiristas emparentados con generalotes, compañeros de banca de Alemán, uno que otro emprendedor sin ascos, todos aprendieron que sus posibilidades de éxito dependían del presidente en turno, y había que pagarlas.
Sin reglas escritas, los riesgos son mucho mayores, y para compensarlos, las ganancias de la inversión tienen que ser igualmente grandes. Con una economía cerrada, eso se logra desplomando la calidad, como lo sabemos quienes vivimos en los años setenta y ochenta. En una economía abierta, la única posibilidad es desplomando salarios. Es decir que la discrecionalidad la pagan los consumidores o los trabajadores, que al final son casi los mismos.
Ésa es la razón por la cual México fue un fracaso en el siglo 20. Aunque arrancamos en la mejor posición de América Latina, y con un PIB superior incluso al de Japón, terminamos dando lástimas. Nos hicimos cada vez menos productivos, más desiguales, con bajísimos niveles de calidad y educación, porque el régimen de la Revolución dependía de la discrecionalidad para funcionar. Era un sistema corrupto y corruptor.
Romper esa dinámica exigía tener reglas escritas que además fuesen creíbles, y la única manera de lograrlo era colgándolas del exterior: el TLCAN. Se sumó a ello, en 1994, una Corte autónoma e independiente. Desafortunadamente, los grupos de interés creados en la segunda mitad del siglo 20 no pudieron ser desplazados: los sindicatos y centrales se independizaron del presidente, lo mismo que los gobernadores, y los empresarios compadres se atrincheraron en sus mercados. Las medidas necesarias para enfrentarlos no pudieron tomarse sino hasta 2013, con las reformas del Pacto por México. Su venganza fue terrible: impulsaron al político más vengativo y destructor posible y lo convirtieron en presidente en 2018.
Regresamos ahora al imperio de la discrecionalidad, la inexistencia de los derechos, la subordinación al poder presidencial. Pero lo hacemos sin una estructura consolidada de poder, con una impresionante legión de incapaces e inadaptados en posiciones relevantes, y con una invasión militar en actividades netamente civiles. Por si fuese poco, el monarca actual no tiene que buscar equilibrio alguno, sino tal vez con el crimen organizado.
Aunque hay muchos detalles imposibles de prever, la dinámica general es clara. Prosperarán sólo quienes se subordinen, será muy difícil mantener derechos y libertades, y el riesgo de represión directa será mucho mayor del conocido desde 1938. La inversión se reducirá notoriamente, y la que ocurra exigirá ganancias mucho más elevadas, que sólo serán posibles con sueldos más bajos, o con ínfima calidad. Como ya empezó a ocurrir en este sexenio, nos iremos pareciendo más a un enclave estadounidense que a un socio comercial.
Falta agregar el profundo deterioro en los servicios públicos, también cortesía del gobierno que termina.
Fuera de eso, todo bien.