Fuera de la Caja

Es hoy

No hay mejor muestra de lo que fue el sexenio de Andrés Manuel: entregar el territorio, usar a los militares, distraer a la opinión, culpar a los demás.

Hoy es el último día de López Obrador en la Presidencia de la República, un puesto que jamás debió ocupar.

Lo alcanzó después de dedicar un cuarto de siglo a impulsar, o aprovechar, todos los reclamos sociales. Desde mediados de los noventa, no hubo algún conflicto que no fuese creado por él, o usufructuado, robado a las víctimas originales. En todo ese tiempo, él fue siempre la única víctima “real”. En todo ese tiempo, utilizó esos movimientos para acercarse simpatías de parte de los testigos superficiales, que abundan, pero también para intimidar. Todavía en abril de 2018 amenazaba con soltar el tigre.

Usted habrá notado que en sus seis años de gobierno ya no hubo movimiento alguno de esos reclamos. Nada más las manifestaciones feministas, a las que él tiene asco, siguieron ocurriendo. O ahora, ya que se va, finalmente los deudos de Iguala (Ayotzinapa, dicen) regresan a su tradición. Nadie más. Hubo sin duda grandes problemas sociales: los desaparecidos, los niños con cáncer, las estancias infantiles y de mujeres golpeadas, varios más, pero ninguno logró crecer como lo hacían tantos asuntos mucho menos importantes en los 25 años previos. Faltaba el gran promotor.

Dedicó su gobierno a polarizar el país. A dividirlo. Y lo hizo como una continuación lógica de su experiencia como promotor de conflictos: inventándolos. Todas las mañanas, frente a un grupo de paleros (al que ocasionalmente dejaban pasar algún periodista, para fingir que los demás también lo eran) se dedicó a desacreditar todas las demás fuentes de información, fuesen periodistas, agencias, órganos de gobierno, nacionales o extranjeros, mintiendo descaradamente. La agencia SPIN documentó un promedio de un centenar de mentiras, datos inexactos, afirmaciones dudosas, día tras día.

Construyó, con recursos públicos, un ejército electoral, y repartió dinero, también público, con el único fin de ganar elecciones. Intervino en ellas desde su púlpito falaz, para completar. Destruyó todos los contrapesos al poder personal, y usó las ruinas que quedaron para convertir el apoyo que le dio la mitad de los mexicanos en tres cuartas partes del Congreso. Con esas cuatro acciones (siervos de la nación, reparto de dinero, intervención directa e instituciones débiles y colonizadas) alteró la voluntad de los mexicanos para concentrar todo el poder en su persona. Un golpe de Estado.

Dedicado a polarizar, destruir instituciones y garantizar su permanencia, no tuvo ni tiempo ni interés en gobernar. Abandonó la seguridad, deshizo el sistema de salud, transformó el sistema educativo en un instrumento de adoctrinamiento incluso peor que el que conocimos en el siglo XX, construyó obras de relumbrón que sirvieron para el enriquecimiento de sus cercanos y prácticamente inutilizó la gestión pública. El costo en pesos, lo veíamos el viernes, suma cerca de 5 billones de pesos, pero seguirá creciendo. Aun así, las vidas perdidas frente a delincuentes, enfermedades, adoctrinamiento y compra de voluntades, representan el verdadero daño al país, inconmensurable.

En su último fin de semana fue a Sinaloa a aclararle a sus amigos y socios que el problema lo causaron los gringos, no él. No hay mejor muestra de lo que fue su sexenio: entregar el territorio, usar a los militares, distraer a la opinión, culpar a los demás.

Nos hereda un país sin gobierno, pero con militares por todas partes; buena parte del territorio en manos criminales, de cárteles o gobernadores; más mortalidad y menos vacunas; menos alumnos en las escuelas, pero más ideología; finanzas públicas al borde del precipicio.

Pero, sobre todo, deja un país dividido, sin opciones políticas para dirimir las dificultades que serán evidentes muy pronto, y más cuando regrese a su papel de “líder social”. Hoy es su último día en el puesto que nunca debió ocupar; mañana volverá a promover conflictos.

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