Para quienes no se habían convencido del fin del Estado de derecho en México, la semana pasada debió iluminarlos. Por un lado, el Congreso continúa su cruzada de destrucción, modificando Constitución y leyes con reformas que no tienen pies ni cabeza; que enuncian algún objetivo, pero alcanzan otro; que son inconsistentes a su interior, pero también con el resto del marco jurídico; que no siguen el proceso legislativo, ni se leen, ni mucho menos se entienden. Eso sí, se aprueban.
Para no detenerse en esta alocada ruta, no han hecho caso de los recursos legales interpuestos, ni de suspensiones. Pero si la vorágine legislativa pudiese dejar alguna duda, la Presidenta la ha despejado. El jueves, la jueza Nancy Juárez expidió una suspensión definitiva en contra de la reforma judicial, y ordenó a Sheinbaum retirar la publicación del Diario Oficial. Afirmó que, en caso de no hacerlo, procedería a dar vista al Ministerio Público para la detención de los responsables.
Muchos expertos han dicho que esa suspensión no tiene mayor efecto. Retirar la publicación no implica anular la reforma, por lo que bien pudo la Presidencia aceptar el recurso y seguir con lo suyo. Pero eso implicaría, supongo, una muestra de debilidad que podría alimentar otros recursos mejor fundados y dirigidos, de manera que la respuesta de Sheinbaum fue que no cumpliría la orden judicial, y además pediría al Consejo de la Judicatura que iniciase un proceso contra la jueza mencionada.
El camino correcto, insisto, era cumplir lo ordenado e iniciar recursos en contra de la decisión. Eso correspondería al Estado de derecho. Lo mismo aplicaría en el caso del Congreso, que debía ya haber detenido su frenesí, recurrir lo que le pareciese inadecuado y corregir lo que procediese. Pero la fuerza hegemónica (y como dice Luis Rubio, no uniforme) no tiene interés alguno en cumplir la ley. Por eso no les preocupa que sus reformas conviertan el marco jurídico en algo ilegible, inconsistente, incoherente, inaplicable. No piensan utilizarlo sino sólo para resolver situaciones extremas, y en ese caso leerán en las leyes lo que les convenga.
Otra vez, es lo que ya vivimos durante prácticamente todo el siglo pasado. La Constitución, promulgada el 5 de febrero de 1917, dejó de usarse ese mismo día. Se leía y aplicaba, insisto, sólo en casos extremos. Las leyes podían o no ser compatibles con la Carta Magna, pues tampoco tenían mayor utilidad. Nos regíamos por reglas no escritas, que funcionaban la mayor parte del tiempo, y cuando era indispensable ir a lo escrito, los textos eran tan ambiguos que siempre era posible encontrar la conclusión previamente decidida.
Es un sistema autoritario, ya no tenga duda. Los detalles se seguirán definiendo, y habrá que ajustarse, pero las líneas generales son claras. Como en el siglo pasado, quien quiera tener una gran fortuna deberá asociarse con el poder hegemónico; quien quiera opinar, podrá hacerlo mientras no moleste a alguno de ese grupo; quien quiera vivir en paz, que se dedique a lo suyo, que no es la política, ni las grandes finanzas, ni la opinión publicada.
Es necesario que esté usted consciente de que tenemos ya dos tipos de reglas en México. Unas aplicables al poder hegemónico y las otras al resto de la población. Dos varas de medir, o ley del embudo, como usted prefiera. Esto no hará a México más próspero, ni más justo; por el contrario. Las posibilidades de revertirlo no son muy grandes. No parece existir una masa crítica con una idea clara de oposición; las estructuras políticas están en demolición, o apenas en los cimientos; el momentum global también juega en contra.
Pero las deficiencias en la construcción del poder hegemónico tampoco le auguran una larga y próspera existencia.