A fines de 1999, Cuauhtémoc Cárdenas dejó el Gobierno del DF para competir en la elección presidencial de 2000. Como usted posiblemente sabe, este columnista formó parte de su gobierno, pero ya no fue invitado a la campaña presidencial. Se me solicitó ayudar a la nueva jefa de Gobierno, Rosario Robles. Aunque fui removido de mi oficina (que mi equipo había restaurado literalmente de las ruinas), seguí unas semanas colaborando, a la expectativa de que hubiese posibilidad de ayudar en lo que me correspondía: planeación. A inicios de 2000, sin embargo, lo que se me solicitó fue hacerme cargo del proyecto cien colonias, que consistía en repartir apoyos a las cien colonias más importantes para garantizar el triunfo del candidato del PRD a la jefatura de Gobierno, un tal Andrés Manuel López Obrador.
Me tomé la libertad de informar a la jefa de Gobierno que eso era corrupción, porque se trataba de utilizar recursos públicos para beneficio de un candidato. Rosario no comprendía mi respuesta. Me insistió en que eso no era corrupción, porque no se robaban el dinero para ellos, sino que lo utilizaban para la causa política. Corrupción era robar, me decía; utilizar recursos públicos para la campaña no era nada parecido, era hacer política.
Preferí renunciar y alejarme desde entonces de esas actividades profesionales. Pero creo que vale la pena comentarlo ahora porque se ha hecho pública evidencia de cómo el presidente, el mismo Andrés Manuel López Obrador, no tiene empacho alguno en utilizar recursos, sin importar su procedencia, con tal de obtener el poder. Lo ha hecho toda la vida: en su pleito con Madrazo en 1994, en su campaña de 2000 a la jefatura de Gobierno (como atestigüé), en la de 2006, de 2012 y de 2018. No le ha importado si ese dinero viene de gobiernos locales, de empresarios, sindicatos, o de cualquier otra fuente, con tal de que le sirva para avanzar en su camino.
Sin embargo, siempre ha insistido en que es honesto, porque vive en esa extraña dimensión en la que vivía Rosario: lo que se toma para la acción política no es corrupción, corrupción es robar para uno mismo. Por eso López Obrador insiste en que es honesto, porque (casi) no toma nada para él mismo. Aunque vivió doce años sin ingresos, pero nunca sin camionetas, guaruras, secretarios y apoyos, eso no es corrupción (en su lógica), porque se trata de trabajo político. No le parece corrupción haberse hecho de departamentos para cada uno de sus tres hijos, ni un rancho para pasar su vejez, porque eso es razonable para alguien que ha dedicado su vida a la lucha política. La Revolución le ha hecho justicia, pues, y eso no puede considerarse corrupción.
En su afán de distraer a los mexicanos de la trágica actuación de su gobierno frente a la pandemia y de la severa contracción económica, decidió traer a Emilio Lozoya para embarrar a todos sus adversarios. Se trataba de mostrar que todos, salvo él, son corruptos. La respuesta ha sido contundente: él también lo es. Su hermano y su asesor más cercano se dedicaron a recaudar para él, siempre con su conocimiento, siempre por encima de la ley. Es un corrupto en toda la línea.
Lo grave del asunto es que eso era lo único que le quedaba. Ya nos había demostrado que no tiene idea alguna de cómo gobernar. Ya destruyó la economía, la administración pública, ya polarizó al país, ya fracasó en materia de seguridad. Insistía en que la gran diferencia de su gobierno era que no había corrupción. Esto ya no puede sostenerse. No sólo hay evidencia abundante de cómo se está saqueando el erario en este gobierno. Hay evidencia ahora de que él mismo es un corrupto. No hay más.
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