Los dos grandes temas para los electores mexicanos, desde hace un par de años, son corrupción e inseguridad. A ello lograron sumar, gracias a una campaña de redes, la idea de que la economía funciona muy mal, para con ello argumentar que México nunca había estado peor que bajo la administración que está en sus últimas semanas. Ya han reconocido los responsables de la transición que México es 'un oasis' entre las economías emergentes, de forma que regresamos a los dos temas iniciales.
En materia de inseguridad, no parecen tener una idea clara de lo que van a hacer. Tal vez legalizar la mariguana y algunos usos de la amapola, que dudo que reduzca el crimen organizado de manera importante. Si no logran definir una estrategia adecuada, es muy posible que 2019 sea aún más violento que 2018, por la simple tendencia que hemos visto desde mediados de 2015.
Eso deja a la corrupción como el eje, y a eso parece enfocarse la nueva administración. Una gran cantidad de medidas ocurrentes han sido anunciadas, desde vender el avión presidencial hasta bajar sueldos de funcionarios y aumentarles la jornada, pasando por reducción de personal de confianza en el gobierno, no vivir en Los Pinos y otras medidas cosméticas, pero muy vendibles para las masas votantes.
La atención a estas ocurrencias no permite ver el profundo proceso de transformación política que vivimos. Después de un par de décadas de democracia y descentralización, nos regresamos a la concentración de poder. Un buen ejemplo es el anuncio de acabar con los delegados federales en los estados, reduciendo el nivel a subdelegados (con menos sueldo, equipo, etcétera). Esos subdelegados ahora trabajarán bajo un coordinador de delegaciones en cada entidad. Ya hay muchos que creen que esto es una propuesta para reducir costos y corrupción, cuando en realidad se trata de la concentración del poder en una sola persona. Con un poco de suerte, el fin del federalismo.
La creación de las mencionadas coordinaciones generales en los estados, que podría sonar a una simple medida administrativa en otras circunstancias, no lo es hoy, cuando una parte no menor de los gobernadores perdieron por completo el control político de su entidad. De los doce estados gobernados por priistas, en siete de ellos el gobernador (gobernadora en Sonora) es ya una figura decorativa. En Campeche, Colima, Guerrero, Hidalgo, Estado de México, Oaxaca, Sinaloa, Sonora y Tlaxcala, el PRI perdió la elección para Senado, todos los distritos para diputados de mayoría (salvo Edomex, donde ganaron tres de 41), y la mayoría del Congreso local. Apenas se salvaron en Coahuila, porque no hubo elección de diputados locales, San Luis Potosí (el PRI gana 43 por ciento de las diputaciones federales) y Zacatecas (el PRI tiene una cuarta parte).
En el caso del PAN, ocurre lo mismo en las dos Bajas, Nayarit, Puebla y Quintana Roo. Y de los tres estados gobernados por otras fuerzas, sólo Jalisco parece tener un gobernador con algo de fuerza, mientras Michoacán y Nuevo León repiten la situación mostrada en los 14 estados mencionados antes.
En suma, además de los cinco estados que gana Morena, tiene gobernadores débiles en 16 entidades. En ellas, casi toda la fuerza política del estado es del mismo partido de donde provendrá el coordinador general. En los hechos, un jefe político como el que usaba Porfirio para dividir y gobernar. Algo también parecido a la estructura corporativa creada por Cárdenas con el mismo fin: líderes de las corporaciones versus líderes territoriales en todo el país.
Se vende como lucha contra la corrupción, pero es simple concentración unipersonal del poder.