López Obrador celebra hoy dos años de su abrumador, legítimo y democrático triunfo en las elecciones presidenciales. Tiene no sólo el derecho, sino razón en hacerlo. Es una lástima que no tenga algo más para celebrar.
Aunque su llegada a la presidencia ocurrió el 1 de diciembre de 2018, desde septiembre de ese año el poder era totalmente suyo. Ya habían tomado posesión los legisladores, con una mayoría espuria, obtenida por chicanas legales que les dieron 62 por ciento de los escaños con 44 por ciento del voto. Peña Nieto ya había dejado de trabajar, dejando todo el espacio público y político al Presidente electo. Por eso pudo, en octubre, fingir una consulta popular y cancelar el aeropuerto, provocando una caída en la economía que nos llevó de crecer 2.5 por ciento hasta ese momento, a -1 por ciento en febrero pasado, antes de que llegara la pandemia.
López Obrador ha destruido instituciones sin construir nada a cambio. Se ha dedicado a concentrar el poder en su persona, seguramente sin considerar que en el futuro habrá otro en su lugar, con demasiada fuerza. Aunque ha insistido en su honestidad personal y en un supuesto combate a la corrupción, al día de hoy no tenemos evidencia alguna de que haya tenido éxito. Sí sabemos que destruyó el sistema de salud, que de por sí no era de clase mundial, y que logró provocar desabasto de combustible, en imaginarias cruzadas. Sí sabemos que varios de sus allegados se dedican a coleccionar bienes raíces, muy por encima de las posibilidades que sus ingresos explicarían.
En materia de seguridad, las cosas no han mejorado un ápice. La eliminación de la Policía Federal y su reemplazo por la Guardia Nacional no ha dado algún resultado, más allá del cambio de uniforme y, aparentemente, confusión. El abandono de Guanajuato, el único estado que no ganó en 2018, ha colaborado en el desplazamiento de la violencia hacia el centro del país, ejemplificado en el atentado a García Harfuch.
Los dos temas de la elección de 2018, corrupción e inseguridad, no sólo no han sido resueltos (sería absurdo creer que eso era posible, aunque millones lo creyeron), sino que ni siquiera ha iniciado una solución posible. A cambio, López Obrador provocó la primera recesión por causas internas en este siglo. Con ello, su ofrecimiento de mejorar la distribución del ingreso y la riqueza se hizo imposible, aún antes de la llegada del virus y su efecto en la economía. Es por eso que el 6 de marzo esta columna sostuvo que el gobierno de López Obrador había llegado a su fin: incapaz de gobernar, con una economía cada vez más débil, con un sistema de salud destruido, la llegada del virus sería inmanejable.
Así ha sido, desafortunadamente. Si no pudo gobernar un país con buena inercia y con la mesa puesta gracias a las reformas estructurales, mucho menos podría hacerlo en condiciones de crisis. El mejor ejemplo, me parece, fue su reacción al temblor del 23 de junio. Lucía aterrado, perdido, sin capacidad de utilizar herramientas modernas, sin tomar decisiones. Así enfrenta todo, o al menos así parece que lo hace. Cuando recupera algo de control, busca culpables, descalifica críticos y promete absurdos. Así, todos los días.
Lo que sorprende es cómo sigue teniendo defensores, no sólo entre sus subordinados, algo entendible, sino entre aquellos que en la academia, los medios y las redes sociales lo arroparon durante veinte años y fueron instrumentales para su triunfo.
Después de dos años de destrucción y concentración de poder, seguir defendiendo las 'buenas intenciones' y el 'genial diagnóstico' es inexcusable. No hay buenas intenciones en un criminal que terminó con las medicinas para niños y amplificó la pandemia. No hay genial diagnóstico en obviedades sin planes ni programas. Esa complicidad es también parte de la destrucción.