Regresó el enfermo. Bastante repuesto del Covid que, nos dice, pudo enfrentar gracias a una combinación de antivirales y antiinflamatorios que le recetaron. Un tratamiento experimental que aún no se aplica a la población en general, dijo. No lo dudo. Donald Trump también recibió un tratamiento experimental, y no es para menos. El Presidente, como jefe de Estado y de gobierno, debe ser cuidado al extremo. Por eso preocupa que López Obrador haya dicho que no se vacuna porque eso sería inadecuado, o que afirme que no requiere usar cubrebocas, porque ya se enfermó y ya no contagia (ni se puede volver a contagiar, supongo).
Todo esto indica que, en realidad, la enfermedad principal que sufre, que también afecta a Trump, no tiene remedio. De eso no se ha curado, y posiblemente no exista cura para ello. Narcicismo, soberbia, megalomanía, una combinación fatal que ha estado a punto de destruir la democracia en Estados Unidos, y aquí al país entero.
Esta enfermedad no se contagia, pero produce otra: el fanatismo. Tanto Trump como López Obrador han infectado de ese terrible mal a millones de personas. Les han convencido de que esa mezcla de narcisismo, soberbia y megalomanía no es tal, sino la evidencia palpable de su carácter divino. Como Calígula, de pronto se han dado cuenta de que ya no son humanos, sino dioses, y han logrado que multitudes coincidan con esa apreciación.
Como usted sabe, el principal problema del monoteísmo es explicar el origen del mal. Si sólo existe un dios, y éste es bueno, el mal no tiene explicación. Es necesario argumentar la existencia de seres malvados, no tan poderosos como Dios, pero lo suficiente como para amargar la vida de la población. La receta la conocemos desde hace milenios: se trata de convencer a las multitudes de un pasado glorioso que se perdió a manos de un grupo de villanos, para entonces ofrecer la destrucción de ese grupo y el regreso de la edad dorada.
Para Trump, eso era America Great Again, y los villanos eran los liberales demócratas y el Deep State. Para López, se trata de enfrentar a los neoliberales conservadores para regresar a la época dorada de un México soberano y poderoso. El discurso funciona si las personas no tienen la más remota idea de cómo era México hace 50 años. Basta aprovechar su ignorancia, aderezarla de la caricatura de historia que aprenden en primaria, identificar a los malvados y culparlos, y mostrar con abundante evidencia la condición divina del líder. Una vez sembrada la enfermedad del fanatismo, nada la cura. Tal vez una tragedia personal, del tipo que traen los jinetes del apocalipsis: hambre, enfermedad, peste, muerte.
Justo ahí nos encontramos ahora. Miles de mexicanos han sido golpeados por enfermedades que hasta hace dos años podían curarse, y hoy no. Millones han sufrido la pandemia, y cientos de miles han muerto. Millones perdieron su empleo, y consiguieron a cambio una chamba que les aporta menos de la mitad del ingreso que tenían. Hay hambre, enfermedad, peste, muerte.
Ignoro si en esas condiciones pueda mantener su carácter divino el enfermo presidencial. Trump no lo logró: suficientes estadounidenses resistieron el embrujo y se pudo construir una coalición en su contra, alrededor del candidato con menos animadversión.
Muchas personas creen que enfrentar a estos personajes es contraproducente, porque se amplía la polarización. Tendrían razón, si no se tratase de líderes anormales, enfermos, incapaces de argumentar, negociar o incluso reconocer a sus adversarios. La supervivencia de las democracias, y de las libertades en general, exige enfrentar directamente estas aberraciones sociales. Cuando no se hace, no queda nada. Cuba, Venezuela, y por muchas décadas Rusia y China, deberían servir de ejemplo. Es una enfermedad incurable, progresiva y mortal para las libertades.