Es una circunstancia notable que las personas que viven en los países occidentales parecen estar muy enojadas. Me refiero con ello a los países de Europa, a los brotes que salieron de allá y a América Latina. No tengo tanta información de otras regiones, pero no parece percibirse algo similar en China, Japón, India, al menos a través de las vías de comunicación que nos conectan con esas naciones. Y no incluyo al Magreb, Medio Oriente y Asia Central, porque su dinámica es muy diferente.
No resulta fácil entender el origen del enojo. Algunos afirman que proviene de un incremento en la desigualdad económica, por ejemplo. Otros, en línea parecida, sostienen que se debe a que las generaciones actuales no van a vivir mejor que sus padres, como sí había ocurrido antes. Son dos argumentos diferentes. El primero sólo tiene sentido en dos casos. Uno, si esa desigualdad implica un empobrecimiento, que entonces caería en el caso del segundo. El otro, si la envidia fuese un sentimiento determinante en Occidente.
Es muy probable que las generaciones actuales en los países desarrollados no logren vivir mejor que sus padres, porque sus padres gastaron más de lo que tenían. Los errores de cálculo del estado de bienestar, que hoy se reflejan en grandes deudas públicas en los países desarrollados, no son otra cosa que dinero que fue a parar a aquella generación, pero que pagará la actual. Los padres vivieron mejor de lo que se podía, gastando recursos que los hijos hoy no tienen. Si se quiere culpar a alguien de ello, hay que reclamar a los excesos de ese estado de bienestar, y no a las restricciones fiscales de hoy.
La Primera Guerra Mundial obligó a los países europeos a invertir cada vez más en el bienestar de la población. Aunque Alemania había iniciado mucho antes el estado de bienestar, después de la guerra Reino Unido se convierte en el gran promotor de la idea, seguido por el continente e incluso por los brotes occidentales (Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda). Reino Unido tenía un gasto de gobierno del orden de 10 por ciento del PIB antes de la guerra, que ascendió a 30 por ciento después de ella, 40 por ciento al finalizar la Segunda, con una tendencia creciente que lo llevó a 50 por ciento del PIB en los años setenta. Era inmanejable, y el estancamiento con inflación que provocó fue lo que permitió la llegada de Margaret Thatcher al poder.
Los países del norte de Europa vivieron algo similar. Su gasto era de 8.0 por ciento antes de la Primera Guerra, de 21 por ciento en los años cincuenta, 27 por ciento en los sesenta, 40 por ciento en los años setenta, 51 por ciento en la década siguiente y 58 por ciento al cierre del siglo. Imposible de sostener, de forma que todos iniciaron el retorno en esos años y ahora andan por 50 por ciento del PIB.
Ese tamaño de gasto, aun con cargas fiscales muy grandes, no se puede sostener. La deuda de los países de la Unión Europea pasó de 30 a 80 por ciento del PIB de mediados de los sesenta al fin del siglo; en los nórdicos, de 15 a 60 por ciento del PIB. Incluso Estados Unidos, que no tiene un estado de bienestar propiamente dicho, tenía un gasto público de 20 por ciento del PIB en los años 50 y hoy es del doble. Su deuda pasó de 30 a 100 por ciento del PIB.
En pocas palabras, la generación que llegó al mercado laboral en los países desarrollados hacia 1968 vivió más allá de sus medios. Se financió endeudando a sus hijos, que ahora están enojados. Tienen razón, reclamen a sus padres.