El 1 de julio no sólo ganó López Obrador la presidencia y arrastró a la confederación que le acompaña a tomar mayorías amplias en el Congreso. Lo más importante que ocurrió fue la destrucción del sistema político que México había construido desde 1996 (con prolegómenos desde 1986).
El control hegemónico del PRI empieza a desmoronarse en 1986, por las crisis de los años previos: económica desde 1982, renovada en 1985; social, especialmente a partir de 1985, y política, desde la defenestración de Silva-Herzog y la creación de la Corriente Democratizadora, en 1986.
El primer descalabro serio ocurre en 1988, aunque le alcanza todavía el control al PRI para mantener la presidencia y desde ahí recuperarse casi por completo. El terrible año de 1994 es una segunda prueba, que termina en el reconocimiento de la tendencia democratizadora internacional. El mecanismo de transición es dotar de todo el poder a un grupo de ciudadanos, consejeros del Instituto Federal Electoral, para vigilar los comicios. México se convierte en democracia desde entonces, con las fallas que se quieran encontrar.
Esa etapa terminó el 1 de julio. No hemos tenido elecciones desde entonces, pero las consultas promovidas desde el poder son señales ominosas. Aunque los partidarios de AMLO quieren ver en ellas ejercicios de democracia participativa, se trata más bien de instrumentos plebiscitarios, propios de regímenes autoritarios, movilizadores. Nuevamente, estamos en línea con la tendencia global, que ahora se ha dado en llamar 'democracia iliberal'. La concentración de poder en una sola persona, tirando a la basura la fiscalía independiente, el Sistema Anticorrupción, la Policía Federal, los órganos reguladores, no pueden considerarse avances democráticos ni siquiera por el más acérrimo defensor de AMLO.
Por lo mismo, todo el esfuerzo de modernización del país del último cuarto de siglo está en riesgo. Apenas hay algunas garantías en el TLCAN (amenazado también desde Estados Unidos), en la autonomía del Banco de México o en la independencia de la Corte. El primer instrumento permitirá defender el gran motor económico actual de México, la industria de exportación; el segundo, la estabilidad macroeconómica; el tercero, parte de la estructura jurídica construida en ese tiempo, incluyendo derechos que ya se amenaza enviar a consulta pública.
Algunas personas creen que interpretaciones como la que aquí se presenta son exageraciones, producto de una animadversión específica en contra de AMLO. No es así. Las amenazas han sido muy evidentes desde septiembre. Primero, las consultas ya mencionadas, y la clara concentración de poder. Segundo, cambios jurídicos que pueden resultar sumamente complicados, desde la puerta abierta a la infiltración sindical hasta la recomposición de cámaras empresariales, pasando por el club de amigos ricos del presidente electo. Tercero, iniciativas económicamente absurdas: cancelación de comisiones bancarias, uso presupuestal de reservas internacionales del Banco de México, terminación del sistema de Afore. Todas, ideas con respaldo popular; todas, muy preocupantes.
La peregrina idea del presidente electo de promover una constitución moral, que ha retomado en esta semana, debería alertar a quienes aún no se han dado cuenta de que no estamos frente a un cambio de administración, sino de régimen político. Los diputados con que cuenta la confederación de López Obrador (Morena, PT, PES, PVEM) suman 324, le faltan sólo diez para tener mayoría calificada; en el Senado ocurre lo mismo, tiene 76, le faltan diez. Congresos locales, le sobran.
Si bien nos hemos despedido ya del sistema de partidos, y del proceso de modernización, todavía puede salvarse la democracia. Pende de una decena de diputados y de senadores. Y de una sociedad civil que nunca ha sido fuerte. Más que ofrecer esperanzas, lo que hago es llamar la atención.