Fuera de la Caja

Sociedad sin reglas

Del pícaro marginal y el soberbio burgués la humanidad pasó a los prepotentes universales, que no sólo no eran castigados, sino que eran premiados.

Vivir en sociedad es muy difícil. Los humanos estamos hechos para vivir en grupos, pero muy pequeños. De forma natural, las bandas de humanos difícilmente superan 60 individuos, pero ahora vivimos en localidades de millones de personas. Eso lo logramos en los últimos 15 mil años, en los que fuimos creando construcciones culturales que simplificaron nuestras interacciones, evitando la tendencia natural al enfrentamiento. A pesar de la creencia popular en que los humanos son muy malos, no existe primate más cooperativo que nosotros, y es poco probable que encuentre usted un animal que compita con los humanos en ello.

Pero el problema al que se enfrenta una persona hoy en día es inmenso. En una ciudad grande, encontrará miles de personas al trasladarse en un día normal, centenares en su trabajo o en el súper, decenas en la misma oficina o salón de clase. Todos ellos compiten entre sí por llegar más rápido a su destino, por comprar mejor, o por obtener mejores resultados en la escuela o el trabajo. Puesto que los humanos somos muy limitados racionalmente, y debido a que, como todos los animales, nos interesa maximizar nuestras posibilidades de supervivencia y reproducción, esa competencia puede ponerse fea con mucha facilidad.

Para evitarlo, hemos construido reglas de comportamiento: se maneja del lado derecho, se detiene uno con la luz roja del semáforo, se forma en la fila del súper, no toma uno las pertenencias de los compañeros de oficina, no se copia uno las tareas o exámenes de los demás. Pero cuando todos los demás cumplen las reglas, la ganancia que puede obtener una persona por romperlas es muy grande. Si todos estudiaron, menos yo, copiar es excelente idea; si el colega trajo lunch y yo no, saquearlo es una opción; estacionarme donde guste, pasarme la luz roja, saltarme la fila, todo tiene grandes ganancias, si estoy dispuesto a abusar de los demás.

Para evitarlo, castigamos al que abusa. Tenemos evidencia de que eso hemos hecho los humanos por cientos de miles de años. Se ha demostrado que la aplicación de castigos incrementa la cooperación incluso en aquellos que no han abusado de los demás. Dicho más claramente: castigar a quien no coopera es una característica propia de las sociedades humanas. Permítame proponer una hipótesis: dejar de castigar es destruir la sociedad. Para demostrar, basta ver a su alrededor.

En México, durante el siglo XX, las reglas de convivencia eran herencia del siglo XIX: clases sociales diferenciadas, ciudades pequeñas, la mayoría viviendo en el campo en condiciones deplorables. Las políticas públicas (que abandonaban el campo y subsidiaban la ciudad) provocaron una migración masiva a los centros urbanos, donde la diferenciación llevó a la aparición de ciudades perdidas y barrios marginados. No creció al mismo ritmo la capacidad del Estado, ni en equipamiento ni en servicios urbanos, incluyendo seguridad y resolución de conflictos.

La mayor tensión urbana que eso produjo no fue resuelta con nuevas reglas, y las anteriores, dependientes de la discrecionalidad de la autoridad, fueron rebasadas. La forma de sobrevivir con éxito era abusar de los demás. Del pícaro marginal y el soberbio burgués pasamos a los prepotentes universales, que no sólo no eran castigados, sino premiados: el mundo es de los audaces.

En los últimos 25 años, con el derrumbe del régimen, la prepotencia y la ruptura de reglas se han convertido en la norma. Los síntomas más evidentes son la corrupción y la inseguridad, pero el origen es la ausencia de reglas claras y de la aplicación de castigo que debe acompañarlas.

Y los efectos son mucho mayores de lo que pensamos.

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