Prácticamente todos los jefes de Gobierno en el mundo han felicitado ya a Joe Biden por su triunfo en la elección presidencial de Estados Unidos. Queda un puñado de autócratas que prefieren que ese país se debilite, o que el 'populismo' no muera, porque se trata de dos grupos claramente distintos.
Trump insiste en que él ganaría si sólo se contaran los votos legales, que son obviamente los que él defina como tales. No tiene evidencia alguna de fraude, ni argumento legal válido, pero sí el apoyo de votantes muy leales, facilitadores mediáticos, y políticos irresponsables. Exactamente como ocurrió en México en 2006, cuando López Obrador se quejó de un fraude inexistente.
Lo recordaba en estos días David Luhnow, editor para América Latina del WSJ: tuvimos un proceso transparente, en el que más de un millón de mexicanos, en más de 130 mil casillas, hicieron su mejor esfuerzo por contar adecuadamente los votos. Como todos los seres humanos, tuvieron errores, y en el recuento que se hizo de cerca de 20 por ciento de las casillas, AMLO acabó perdiendo votos. Pero eso no le impidió seguir echando basura a las instituciones, creando una duda permanente en los procesos electorales. Al día de hoy no hay evidencia alguna de que la elección de 2006 hubiese sido fraudulenta. Un ciudadano de Tijuana (@rtoursg) solicitó a Presidencia de la República la documentación que respaldaría los dichos presidenciales, y en agosto de 2019 se le respondió que no se localizó evidencia documental de ellos.
Sin embargo, la sombra de duda en los procedimientos institucionales que logró sembrar AMLO en 2006, y que es la fuente de la polarización que hoy vivimos, le fue redituable. Doce años después logró capitalizarla, y con ello instalarse en la presidencia, desde la cual continúa atacando instituciones, personas, medios, con el único fin de pescar en río revuelto. Es una estrategia de poder, falta de cualquier decencia (recordando lo que platicamos ayer) o rasgo cívico.
Eso precisamente busca hacer Trump. Abandonará la presidencia en 70 días, pero con base en acusaciones falsas podrá atribuir a persecución política todos los juicios que tiene pendientes, y con algo de suerte logrará ser candidato nuevamente en 2024. Lo único que le importa es mostrar que él nunca pierde, y que siempre es víctima. Si el costo es dividir al país y destruir las instituciones, no importa, lo pagarán otros. Son iguales.
Justo a este tipo de procesos es a lo que me he referido en varias ocasiones cuando insisto en que nuestra forma de entender el mundo se vino abajo. Recuerde usted que no somos capaces de asimilar la realidad, que es muy compleja, y la simplificamos mediante cuentos. De todos ellos, lo más importante es identificar en quién se puede confiar y en quién no, qué estructura de poder es legítima, cómo nos ubicamos al interior de ella. Cuando alguien logra poner en duda esa narrativa, todo queda abierto, es decir sujeto a la violencia.
Esto es algo que intuitivamente conocen los defraudadores, como los dos mencionados. Saben que cuando se desdibuja el mapa de la confianza, hay espacio para engañar, y casi cualquier declaración será aceptable. Una vez logrado eso, los tuits o las mañaneras van saturando de mentiras a un público que ya no tiene referencias para bloquearlas.
Reconstruir la confianza en las instituciones será un proceso muy largo y difícil, una vez que empiece. Ni en México ni en Estados Unidos estamos cerca de ese principio, mucho menos del final. Insisto en que la construcción de la narrativa que sostendrá las instituciones deberá ser compatible con las redes sociales, y por lo mismo será diferente de la que utilizamos hasta hace muy poco. Prepárese, porque va a tardar.