Podremos culpar de muchas cosas a los revolucionarios franceses de 1789, pero nunca de falta de ambición. La promesa que sigue siendo el lema de la República - Libertad, Igualdad, Fraternidad – es una promesa que ha entusiasmado e inspirado a los formadores de repúblicas democráticas y sociedades libres en el mundo.
Hay tres niveles de libertades esenciales. Las personales, marcan nuestra identidad. Cuando las personas decidimos libremente cómo vivir o amar, o qué poner en nuestros cuerpos, nos volvemos responsables de nuestra propia felicidad. Hay libertades de orden político. La libertad de pensamiento, opinión, asociación y culto religioso caben en ese cajón. Un tercer estrato de libertades es de índole económica. La libre empresa, la libre asociación para fines productivos, la libertad de industria, comercio, vocación y profesión están en esa categoría.
Las libertades personales están circunscritas a la esfera de acción del individuo. Las libertades políticas y económicas están en un ámbito colectivo de actuación. El liberalismo clásico británico resuelve el dilema, postulando que la búsqueda de cada individuo de su felicidad acaba en un buen equilibrio colectivo.
El liberalismo revolucionario francés no logra resolver ese dilema. Sí, queremos libertad, pero también queremos igualdad y fraternidad. Es decir, tenemos que igualar individuos, y tienen que tener un sentido de solidaridad y hermandad unos con otros. Los fines son contradictorios. En el afán de igualar a los franceses en ingreso y condiciones iniciales, y de crear un sentido de solidaridad, las libertades se murieron. Hay que financiar a un Estado obeso, y el ingreso familiar no llega al fin de mes. Pletóricos de igualdad y fraternidad, los franceses están cansados porque la libertad salió perdiendo.
En el ensayo dominical del Financial Times por Simon Kuper, el periodista radicado en París argumenta que Francia tiene que terminar con la Quinta República fundada por De Gaulle, que le da un poder sin paralelo al presidente. Los franceses tienen que darle el 57% del ingreso nacional al Estado. A los burócratas nacionales, un selecto grupo de parisinos, se les llama servidores del Estado, no del público. La burocracia nacional francesa es una pesadilla que los galos tienen que navegar para recibir educación, salud, transportes y pensiones caras y malas.
Kuper dice que los franceses odian a Macron porque les recuerda a sus jefes. Cuates esnobs, elitistas, sabelotodos, que miran por encima del hombro a los demás. Una clase social que creó una meritocracia falsa y que se convirtió en la nueva aristocracia francesa. Quizá está fuera de proporción la protesta por la política de Macron de elevar marginalmente la edad de pensionarse. Quizá Macron no es tan mal presidente como Sarkozy, quien enfrenta un proceso por corrupción. Pero lo que es cierto, es que los franceses están hartos de su élite política, y ello empodera a la señora Le Pen, una populista y extremista.
Desde el siglo XVIII, hay lecciones para el mundo en Francia. Hay una lección para Estados Unidos y para México. Debemos movernos, al igual que ingleses, escandinavos y españoles, a un régimen más parlamentario y judicial que presidencialista. En México, llevamos un siglo con un Estado de emperador sexenal que quiere que le entreguemos más recursos para el gasto y la inversión pública, con la excusa de que ello es necesario para desarrollar el país.
La lección, sin embargo, está en el poder que tiene la calle para ponerle límites a los presidentes emperadores de los franceses, límites que no tienen las cortes o el poder legislativo. Dicho eso, la calle la controlan sobre todo líderes sindicales, que en su sexta república probablemente construirían un orden con menos fraternidad, libertad e igualdad. Los sindicatos se convierten en élites que tienen que cerrar el acceso a los de afuera para preservar los derechos de los de adentro.
México, en pocos años, puede estar en un dilema como el francés, una vez que el trabajador informal se dé cuenta que el IVA, IEPS y otros impuestos que paga van a financiar la pensión de un extrabajador de Pemex al 150% del último salario. El trabajador formal se dará cuenta que su pensión será insuficiente, y que también financió fiscalmente a la falsa meritocracia de las empresas ineficientes del Estado. Todavía no estamos ahí. Habrá que prepararse para que la Quinta Transformación sea meritocrática, libre y pacífica, y no acabemos como los franceses, en el mejor de los casos pegándole a dos de tres de los grandes objetivos nacionales.