Costo de oportunidad

¿Nos vemos en la oficina?

Las jornadas de trabajadores formales no eran de 8.5 horas diarias, cinco días a la semana. Antes no era raro dedicarle 14 horas al día al trabajo, más transporte.

Igual y sí. O ya no. Nos vemos por videoconferencia y nos oímos por teléfono, mientras los niños lloran, los perros ladran, el vecino taladra su pared, o quién sabe qué otra distracción tendremos. En esta semana, publicaciones globales como The Economist y The Wall Street Journal le han dedicado tiempo editorial a la lucha hoy entre empleados y jefes, especialmente en la economía de servicios: cuánto tiempo tendrían que estar en la oficina.

Hace unos días visité a un colega más jefe que yo, en su despacho. Casi no había gente. Me platicó que hay dificultades para encontrar colegas que estén dispuestos a trabajar cinco días a la semana, como era usual antes. En este importante despacho, la regla es que la gente va a trabajar tres días a la semana.

The Economist tiene una gráfica en un artículo reciente, donde ilustra la distancia del conflicto entre trabajadores y patrones. México aparece como un país donde la gente quiere 2.5 días de descanso, mientras que los patrones y la ley garantizan solamente 1.5.

Hay argumentos válidos en ambos lados de la discusión. El uso más productivo del tiempo no es transportarse dos veces al día desde los lugares donde la tierra residencial es barata hasta donde está el trabajo. En el caso de la Ciudad de México, no solamente es el precio lo que segrega a los trabajadores de sus familias. Los colegios y las amenidades residenciales están fuera de los lugares de trabajo. Se necesita poner en orden a las asociaciones de vecinos chilangas; la gente debe vivir cerca de donde trabaja.

Su columnista ha vivido muchos años en Puebla, y normalmente se transporta a CDMX una vez por semana. Cuando era trabajador subordinado, normalmente ese desplazamiento ocurría muy temprano los lunes y muy tarde los viernes, en un autobús muy cómodo. Después de la pandemia, vino una etapa de trabajo independiente, y en ella he convivido con mi familia como jamás lo habíamos hecho. La productividad sufre algo, porque no ser parte de un equipo con objetivos comunes que se ve todos los días reduce la creatividad, el flujo de ideas, el aprendizaje y la confianza entre colegas.

También hay un aspecto importante: la economía de cuidados, inexistente en México. Un grupo de alumnos con los que trabajé el semestre pasado en el Tec de Monterrey, obtuvo estimaciones que indican que el inexistente mercado de cuidados puede valer hasta el 20 por ciento de nuestra actividad económica anual. Nuestra sociedad facturaría 20 centavos más por cada peso, si en lugar de pedirle el favor a la esposa, a la mamá o al vecino que cuide a los niños o a la abuelita, tuviéramos un mercado para esos servicios.

Nuestras jornadas de trabajadores formales, antes de la pandemia, no eran de 8.5 horas diarias, cinco días a la semana; en mi generación no era raro dedicarle 14 horas al día al trabajo, más tiempo de transporte. En la generación de mi papá, no era raro que le dedicaran 16 o 18 horas diarias, y tiempos de transporte parecidos.

Si queremos que las mujeres participen más en la fuerza laboral, necesitamos que los hombres estén menos horas fuera de casa, y que puedan compartir responsabilidades con las mujeres. Eso nos obliga a repensar la productividad, los salarios, y la necesidad de cambiar la seguridad social y los impuestos a la actividad laboral formal.

Como el IMSS y el ISR asalariado son caros, y son impuestos cuyo impacto económico es para la empresa, no para el empleado, las empresas usualmente han exigido más horas de las que son razonables. El trabajador formal sabía que tiene una posición privilegiada, y por lo tanto, históricamente había aceptado más horas.

Dado que los servicios de seguridad social se han deteriorado en cuanto a calidad de servicios, los impuestos pagados por la empresa se van a cosas que no impactan positivamente la vida de los trabajadores, y también, que la calidad de vida en las oficinas se ha reducido (piense en los despachos ejecutivos de los años 1950 contra los espacios abiertos de hoy), es natural que los empleados no quieran ir a la oficina.

El problema de productividad no es tal. El individuo desde casa e Internet puede interactuar más con gente fuera de la empresa; si esto se canaliza adecuadamente, habrá más trato con clientes y asociados externos, y no el usual pleito interno. Lo que se pierde es la autoridad de los jefes y socios de las empresas sobre sus empleados.

Las empresas necesitan más mediciones de productividad individual, vinculadas al salario, y propiciar interacciones presenciales de calidad entre sus trabajadores. El gobierno necesita mejorar el paquete de seguridad social, salud y bienes públicos que entrega a los trabajadores: los asalariados están bajo el yugo del monopolio del IMSS y pagan una tasa de impuesto alta y sin derecho a deducciones. Ojalá la crisis laboral pospandemia nos ponga a pensar en esas reformas.

El autor es profesor de economía, Tecnológico de Monterrey, y consultor independiente.

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