No es un secreto que la educación es uno de los medios o herramientas más eficaces en el desarrollo de una nación, sus beneficios a nivel individual y social son palpables, una persona mejor preparada tiende a tener una mayor conciencia y entendimiento de su entorno y de la forma en la que puede influir en éste, mientras que desde una perspectiva colectiva, es un factor de igualdad social, formación ciudadana y de participación en múltiples ámbitos, desde la política, siendo un factor determinante para fortalecer la vida democrática de la sociedad, hasta otros aspectos que atienden a fenómenos culturales, económicos y de desarrollo humano.
Por el contrario, la falta de cumplimiento del derecho humano a una educación de calidad trae siempre aparejada la violación a otros derechos fundamentales y el retraso en el desarrollo económico-social, de hecho, el rezago educativo tiene un efecto multiplicador de problemas, tales como la pobreza, la violencia y la corrupción, entre otros.
Nuestra política educativa, como la política pública en otros rubros, tiene su origen en varios documentos y ordenamientos internacionales en los que se ha planteado el reto de atender los problemas comunes a escala global, como es el caso de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, propuesta por la Organización de las Naciones Unidas, que ha sido adoptada por 193 Estados miembro desde finales de 2015, que contempla diecisiete objetivos organizados en tres dimensiones de desarrollo: inclusión social, protección ambiental y crecimiento económico. A partir de 2018, México se convirtió en uno de los ocho países del mundo que hicieron pública su intención de cumplir con dicha agenda, junto con Benín, Colombia, Egipto, Qatar, Suiza, Togo y Uruguay, para lo cual se concretó la Estrategia Nacional para la Puesta en Marcha de la Agenda 2030.
Las primeras siete metas educativas específicas que se proponen para 2030 son: a) alcanzar la universalización de la educación primaria y secundaria; b) brindar acceso y servicios de calidad en la atención y desarrollo para la primera infancia y preescolar; c) asegurar el acceso en igualdad de condiciones para los tipos de educación técnica, media superior y superior; d) aumentar las competencias para los jóvenes y adultos con fines laborales o de emprendimiento; e) eliminar las disparidades de género y promover la igualdad y equidad en la educación obligatoria; f) mejorar los indicadores de alfabetización y las competencias académicas básicas; y g) promover una educación sostenible en todos los niveles educativos.
La Agenda 2030 representa una oportunidad única para ajustar y mejorar políticas públicas a partir de la evidencia, fomentar acciones que trasciendan una administración federal, generar alianzas entre diversos sectores, promover la cooperación interregional y el intercambio de conocimientos y buenas prácticas, así como aprovechar la cooperación internacional. La puesta en marcha de la Agenda ha requerido y requiere todavía, un inmenso proceso de planeación participativa con un enfoque integral, transversal y coherente sobre política pública, que tome en cuenta la perspectiva de los derechos humanos y que a su vez integre una visión de lo que significa un futuro sostenible para México.
Es por ello que resulta contrastante la forma en la que desde hace algunos meses y de manera mucho más patente en las últimas semanas, la narrativa del Poder Ejecutivo ya sea a través de su titular o por alguno de sus órganos, han dedicado parte de su tiempo a denostar la labor de diversas instituciones de educación superior, tanto públicas como privadas, de sus académicos y de sus investigadores, tachándolos de conservadores o de alineados a modelos políticos y económicos pertenecientes al pasado.
En este sentido, pareciera que se ha buscado mermar al gremio académico, dando argumentos a veces discriminatorios, otras veces incriminatorios y a veces hasta persecutorios, argumentando múltiples factores de índole administrativa, recortando recursos a la investigación y tratando de denostar esta labor, sin considerar que estas actitudes solamente nos demeritan como nación y como sociedad, nos empequeñecen, atentan a la pluralidad, al pensamiento crítico, a la libertad del individuo para expresarse y formarse libremente, entre otros aspectos.
Lo sucedido en México no debe ser la única experiencia que se tiene en la región puesto que el pasado 9 de diciembre se publicó en el sitio oficial de la Organización de Estado Americanos (OEA) la Declaración de Principios Interamericanos sobre Libertad Académica y Autonomía Universitaria, a través de la cual la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), expresa su preocupación por las denuncias en varios países sobre la represión a colectivos estudiantiles, sindicatos universitarios y demás integrantes de la comunidad académica, con motivo de sus investigaciones, pensamiento crítico, e involucramiento en la discusión de asuntos de interés público, haciéndolos vulnerables en contextos no democráticos, pues pueden afrontar restricciones, riesgos y violaciones a sus derechos humanos.
En la Declaración objeto de comentario, este órgano precisa la importancia de la libertad académica como un derecho humano independiente e interdependiente, que con su cumplimiento y observancia habilita el ejercicio de una serie de derechos que incluyen la protección del derecho a la libertad de expresión, a la educación, libertad de asociación, igualdad ante la ley, libertad de conciencia y de religión, así como los derechos laborales y sindicales, todos ellos reconocidos en múltiples instrumentos internaciones de los que México es parte.
Este derecho humano comprende a su vez una serie de principios que deben ser observados para su garantía y cumplimiento por los estados miembro, como es el caso de nuestro querido México, entre los que me permito destacar: autonomía de las instituciones académicas; no discriminación; protección frente a interferencias del Estado; protección frente a los actos de violencia; inviolabilidad del espacio académico; prohibición de la censura y excepcionalidad del ejercicio punitivo estatal; educación en derechos humanos; acceso a la información; internet y otras tecnologías; concurrencia plural y libertad de asociación; protección de la movilidad y cooperación internacionales, entre otros.
Tal vez es el momento dejar de pelear contra molinos de viento, de aprender a escuchar y a integrar, en lugar de dividir y denostar, de construir instituciones fuertes y plurales, en lugar de derruirlas. El signo distintivo de una Universidad y en general, de una institución de educación superior, está en su pluralidad de ideas, en la universalidad y no en el adoctrinamiento, la discusión y el debate son herramientas fundamentales de una vida académica, científica y democrática sana, nos permite controvertir; probar y comprobar; acordar y convenir, finalmente, nos permite construir.