Con el inicio del ciclo escolar 2021-2022, la semana pasada, las escuelas de educación básica del país reabrieron sus puertas para impartir sus cursos de forma presencial.
Por disposición gubernamental, esta iniciativa ocurre después de diecisiete meses en que los planteles se mantuvieron cerrados con el fin de evitar la infección del Covid-19 en la comunidad escolar.
Según las autoridades, el regreso a las aulas es voluntario, lo que admite diversas modalidades de apertura, incluyendo el escalonamiento de asistencia y la combinación de la enseñanza presencial con la remota.
Si bien algunas escuelas habían abierto, generalmente por lapsos cortos, ésta es la primera ocasión en que el esfuerzo alcanza dimensión nacional y se pretende que sea duradero. Aunque se anticipa que los planteles podrían verse obligados a cerrar temporalmente en caso de contagios, el gobierno buscó asegurar la continuidad general de las labores, al definir la educación como actividad ‘esencial’, es decir, una que opera independientemente del riesgo epidemiológico.
La decisión de reabrir las escuelas era impostergable. La principal razón estriba en que los costos económicos y sociales de mantenerlas cerradas son descomunales y, con elevada probabilidad, sobrepasan los posibles beneficios.
En abril de 2020, las escuelas del país comenzaron la enseñanza a distancia, con base en materiales producidos por la SEP y transmitidos por televisión. Como alternativa, algunas instituciones ofrecieron sus propias clases en ‘línea’ mediante alguna plataforma en internet.
Sin ignorar su mérito, especialmente en las condiciones difíciles de la pandemia, debe admitirse que, al menos en los niveles básicos, la educación remota es un pobre sustituto de la presencial.
La escuela es el lugar donde los alumnos adquieren conocimientos y desarrollan habilidades cognitivas y sociales fundamentales mediante la interacción con los docentes y la convivencia con sus compañeros. Estas herramientas les permiten tener acceso posterior a mejores oportunidades laborales y, por ende, aspirar a un nivel de vida superior.
No hay tecnología que reemplace esas bondades. En particular, la educación a distancia resulta parcial, porque es imposible cubrir cabalmente los contenidos esenciales, considerando las dificultades de los niños y jóvenes para mantenerse atentos a un dispositivo electrónico.
Asimismo, resultan limitadas, e incluso inexistentes en el caso televisivo, las posibilidades de retroalimentación oportuna ante las deficiencias en el aprendizaje de los alumnos.
Igualmente, la enseñanza remota requiere el apoyo de los padres para propiciar la atención de los hijos al material transmitido y auxiliarlos en caso de dudas, así como la disponibilidad de los medios electrónicos.
Estos desafíos son gravosos, en especial para los hogares pobres, en los cuales los adultos adolecen de un bajo nivel educativo y deben trabajar fuera de casa, con menores posibilidades de asistir a sus hijos. Además, con frecuencia esas familias no cuentan con un suministro confiable de electricidad y especialmente de internet, ni poseen los dispositivos adecuados para la conexión.
Las limitaciones de la educación a distancia contribuyen a explicar la considerable deserción escolar ocurrida en México durante la pandemia.
Por desgracia, el debilitamiento de la educación básica puede tener efectos adversos permanentes sobre la productividad de los actuales niños y jóvenes, reduciendo sus posibilidades de ingreso laboral en el futuro. A su vez, la asociación entre el nivel de ingreso y la salud hace probable que se limite el avance en la esperanza de vida. La carga recaerá desproporcionadamente en las familias más pobres, disminuyendo las posibilidades de movilidad social.
Finalmente, la menor productividad media puede restringir el crecimiento económico de mediano plazo del país y, de esta manera, el bienestar social alcanzable. Para que tales efectos se revirtieran se requeriría que la calidad de la educación presencial en la nueva etapa fuera muy superior a la anterior a la pandemia, lo cual luce complicado.
Por su parte, los beneficios de mantener cerradas las escuelas se basan en el supuesto razonable de que se protege la salud de los alumnos y los maestros. Sin embargo, las probabilidades de infección y trasmisión de la enfermedad de los niños son menores a las de los adultos, y las amenazas no superan las de otros sitios actualmente abiertos con similar densidad poblacional.
Aunque la reapertura de escuelas conlleva riesgos, las conocidas medidas de prevención son potentes para contener el peligro sanitario. El reto fundamental en términos de bienestar social consiste en aplicar las acciones necesarias que permitan recuperar cuanto antes el aprendizaje perdido.
El autor es exsubgobernador del Banco de México y autor de Economía Mexicana para Desencantados (FCE 2006).