La aceleración y los elevados niveles de inflación recientes en Estados Unidos ponen de relieve algunas semejanzas con el agravamiento inflacionario ocurrido en ese país, de mediados de los años sesenta a principios de los ochenta del siglo pasado, conocido como la ‘Gran Inflación’.
Después de permanecer durante varios años por abajo de 2.0 por ciento, a partir de 1966, la inflación anual, medida con el IPC, aumentó hasta 6.4 por ciento en febrero de 1970. Tras un descenso parcial, ésta se incrementó de forma más acelerada hasta 12.2 por ciento en noviembre de 1974 y, después de una disminución limitada, ésta volvió a subir a un máximo de 14.6 por ciento en marzo de 1980.
Las tres olas descritas de inflación ascendente fueron resultado de una combinación de políticas económicas inadecuadas y mala suerte. Específicamente, la inflación estuvo impulsada por el acrecentamiento del gasto público, especialmente durante los años sesenta, orientado a los programas sociales y la intervención en la guerra de Vietnam.
Además, la política monetaria exhibió un sesgo expansivo. Ello se reflejó en alzas limitadas y recortes periódicos de la tasa de interés de referencia del Banco de la Reserva Federal (Fed), la cual se mantuvo, gran parte del tiempo por debajo de la inflación anual.
La postura monetaria acomodaticia del Fed estuvo influida por presiones políticas de dar preferencia a la reducción del desempleo, aun a costa de más inflación. En particular, Arthur Burns, presidente de ese instituto central durante 1970-1978, mostró una notoria subordinación a los deseos del presidente Nixon de evitar un apretamiento monetario que pusiera en peligro su reelección.
Como remedio a las presiones inflacionarias, el gobierno decretó un congelamiento de precios y salarios en 1971, seguido de un lapso de controles administrados y otro congelamiento temporal en 1973. Empero, la represión de la inflación no impidió la posterior explosión en el crecimiento de los precios.
Por su parte, la mala suerte se reflejó en dos choques significativos en las cotizaciones internacionales del petróleo: el primero, derivado de la Guerra de Yom Kippur en 1973, y el segundo, asociado a la Revolución iraní en 1979, que interrumpieron las exportaciones petroleras del Medio Oriente a Occidente.
Durante el mandato de Burns, el Fed favoreció la interpretación de que la inflación se debía a factores independientes de la política monetaria, por ejemplo, los países árabes, el poder de los sindicatos y la indización salarial.
Asimismo, ese banco central buscó aprovechar la relación inversa entre inflación y desempleo, como si fuera duradera. Con una subestimación del nivel de desempleo congruente con ‘pleno empleo’, la estrategia monetaria se orientó a apoyar la economía. La referida asociación probó ser efímera y su explotación condujo al descontrol de las expectativas inflacionarias y a la estanflación, es decir, inflación elevada y bajo crecimiento.
No fue sino hasta finales de la década de los setenta, con la llegada de Paul Volcker como nuevo presidente del Fed, cuando Estados Unidos inició el combate efectivo a la inflación. La estrategia monetaria requirió que la tasa de interés de Fondos Federales llegara a superar 19.0 por ciento a principios de 1981.
Ante la gravedad de la enfermedad, la medicina tuvo que ser dolorosa. Implicó dos recesiones durante 1980-1982, con una tasa de desempleo que ascendió a casi 11.0 por ciento a finales de este último año. Sin embargo, el sacrificio valió la pena. Para 1983 la inflación se había moderado y, a partir de entonces, Estados Unidos gozó de un largo periodo de inflación baja.
Existen obvias diferencias con la situación actual, destacando el hecho de que la inflación lleva pocos meses en aumento y los niveles alcanzados son aún inferiores a los dos mayores picos de la Gran Inflación. Sin embargo, las similitudes son preocupantes. El crecimiento sostenido en el nivel general de los precios ha reflejado una expansión desorbitante del gasto gubernamental y la mayor laxitud monetaria de la historia del Fed, que ha incluido la monetización de parte de los déficits públicos.
Las presiones de demanda se han amplificado con el ‘choque de oferta’ en la forma de disrupciones en las cadenas de suministro derivadas del COVID-19 y la invasión de Rusia en Ucrania. Como antes, el Fed ha atribuido el origen de la inflación a factores transitorios, ajenos a su actuación.
La experiencia enseña que no hay crecimiento económico sostenido sin estabilidad de los precios y que ésta solo se logra con una política monetaria que corrija el exceso de demanda. La condescendencia con la inflación, so pretexto de no dañar la economía, sólo incrementa el costo social futuro de la estabilización.
Exsubgobernador del Banco de México y autor de Economía Mexicana para Desencantados (FCE 2006)