La abrupta salida de depósitos de cuatro bancos estadounidenses durante el mes pasado, que requirió medidas extraordinarias de resolución y apoyo generalizado de liquidez, confirma dos realidades de los sistemas bancarios en el mundo.
Primera, las crisis bancarias han sido un fenómeno recurrente a largo de la historia. Por ejemplo, en un estudio para el periodo de 1970 a 2007, el FMI identificó 124 crisis bancarias “sistémicas” alrededor del mundo, caracterizadas, entre otros aspectos, por una situación en que los impagos en la economía llevaron al agotamiento o la reducción significativa del capital agregado de los bancos. Muchas de estas turbulencias coincidieron con corridas bancarias, es decir, intentos masivos de retiro de los depositantes.
Segunda, las crisis bancarias reflejan, en última instancia, el frágil diseño de las instituciones financieras. Su papel fundamental consiste en la “transformación de vencimientos”, es decir, captan depósitos a un plazo corto e invierten a un plazo largo, típicamente en la forma de préstamos.
Esta intermediación, que contribuye a la creación de dinero, convierte a los bancos en entidades altamente “apalancadas”, en el sentido de que la mayor parte de sus activos es fondeada por pasivos, no por capital.
Las utilidades de los bancos provienen de la diferencia entre el rendimiento de los activos y la tasa pagada a los pasivos, así como de comisiones por servicios, para lo cual deben manejar diversos riesgos, como el de crédito, el de tasa de interés, y el de la dinámica de los depositantes.
Este último desafío resulta especialmente importante ya que la discrepancia de plazo entre activos y pasivos representa una debilidad ante demandas súbitas de liquidez de los depositantes, las cuales pueden ocurrir por factores diversos, incluyendo la percepción, fundada o no, de insolvencia de las instituciones.
En la reciente crisis estadounidense, los bancos que exhibieron problemas fallaron en diversificar las bases de los depósitos y de las inversiones, y subestimaron el riesgo de tasa de interés.
Ante estas faltas, es posible que surjan próximamente en ese país iniciativas legales para restringir y vigilar más estrictamente a los bancos. Si bien tales modificaciones podrían generar un mejor desempeño de las instituciones, resulta poco probable que se descarte la eventualidad de nuevas crisis. Esta perspectiva se sustenta en la debilidad propia de los bancos y la dificultad de contrarrestarla por completo.
Una propuesta orientada a superar esa vulnerabilidad ocurrió en medio de la Gran Depresión del siglo pasado, conocida como el Plan de Chicago, cuyos componentes esenciales eran: primero, el requerimiento de 100 por ciento de reservas para los depósitos a la vista y, segundo, el remplazo de la función crediticia de los bancos por fideicomisos de inversión, financiados con capital, independientes de las instituciones bancarias.
En opinión de sus autores, ese proyecto evitaría que la oferta monetaria variara cíclicamente y haría completamente seguro el sistema de pagos. Cabe señalar que la segunda ventaja se lograría de manera automática, al estar respaldados todos los pagos por efectivo, incluyendo el disponible en los bancos, y desaparecerían las corridas bancarias.
Empero, ello no eliminaría la posibilidad de ataques contra los referidos fideicomisos, a cuyo rescate podrían estar tentadas las autoridades financieras. Adicionalmente, la historia sugiere escepticismo respecto a la primera ventaja, considerando la propensión de los bancos centrales a aplicar políticas monetarias activas que, con frecuencia, han amplificado los ciclos económicos.
Esta propuesta no se ejecutó y, en su lugar, en 1935, en Estados Unidos, se aprobó una legislación que instauró el seguro de depósitos con una cobertura limitada y separó la banca comercial y la banca de inversión, división que fue abolida en 1999.
Las recientes tensiones financieras estadounidenses ponen de manifiesto la necesidad de un cambio de fondo de los sistemas bancarios. Sin desconocer la virtual imposibilidad de llevar a cabo un programa perfecto, sobresalen dos viables avenidas de reforma, las cuales podrían ser complementarias.
La primera residiría en eliminar las lagunas y fortalecer las bases de la regulación existente, incluyendo disposiciones como el aumento y la uniformidad de los requisitos de capitalización y de liquidez a todas las instituciones, la aplicación frecuente de pruebas de estrés severas, y la ampliación de la cobertura de depósitos, con primas asociadas a los riesgos adoptados por los bancos.
La segunda, más promisoria, radicaría en rescatar, aunque sea parcialmente, algunos elementos del Plan de Chicago, por ejemplo, mediante la disminución drástica del apalancamiento permitido a los bancos y, sobre todo, el respaldo pleno de los depósitos a la vista con activos similares.
El autor es exsubgobernador del Banco de México y autor de Economía Mexicana para Desencantados (FCE 2006).