A partir de la guerra comercial de Estados Unidos contra China, iniciada por el presidente electo, Donald Trump, durante su primer mandato, muchos gobiernos han ido abrazando una interpretación equivocada del comercio internacional, que fue popular en Europa del siglo XV al XVIII, conocida como “mercantilismo”.
Según esa corriente, un país se hacía rico si impulsaba las exportaciones y restringía las importaciones, ya que, con ello, adquiría oro y plata de otras naciones. Estos metales se consideraban la riqueza de la nación porque financiaban al ejército y mantenían el empleo.
En ese entorno, los productores y comerciantes pagaban tributos, a cambio de protección contra la competencia. Desde esa visión, el comercio internacional no generaba beneficio neto alguno, ya que, en metales, la ganancia de un país equivalía a la pérdida de otro.
En su obra magna “La Riqueza de las Naciones”, publicada en 1776, Adam Smith, el padre de la ciencia económica, demolió esta interpretación, al aclarar que la riqueza nacional no consiste en metales preciosos, sino en la capacidad de producir bienes y servicios, los cuales propician el aumento del consumo y el bienestar de toda la población.
La división del trabajo es la base de la prosperidad, porque permite producir más y mejores bienes con la misma cantidad de recursos. Smith consideró que el intercambio de bienes y servicios siempre favorece a las partes involucradas. En particular, destacó que el comercio internacional y la división del trabajo conducen a los países a especializarse en aquellos productos en los que tienen ventajas en costos, con lo cual aumenta el ingreso de las naciones. Los beneficios del intercambio aumentan con la competencia e implican una mayor escala de producción, así como la transferencia de conocimientos y tecnología.
Las bondades expuestas por Smith desmantelaron la óptica mercantilista del comercio como “juego suma cero”. Además, este autor reprobó las colusiones de los gobernantes con los industriales porque perjudican a la sociedad en su conjunto. Posteriormente, otros economistas han ampliado las teorías del comercio internacional sobre la base seminal de Adam Smith.
A pesar del desarrollo lógico y la verificación empírica de los economistas sobre los beneficios mutuos del comercio durante más de dos siglos, en fechas recientes, muchos gobernantes han revivido los razonamientos mercantilistas, en versiones que, aunque falaces, atraen a amplios grupos de su electorado.
Desde su primera campaña, el presidente electo Trump lideró este enfoque, al visualizar el comercio internacional como una pugna entre países, en el que el “vencedor” es el que exporta más e importa menos.
Para ello, Trump ha suscrito los más comunes postulados mercantilistas. Por ejemplo, sostiene que el comercio internacional ha reducido el empleo en Estados Unidos, porque se lo han llevado otras naciones. En realidad, lo que ha ocurrido ahí coincide con una de las observaciones de Adam Smith: la especialización, ahondada por el intercambio comercial, ha implicado una reasignación del empleo entre industrias. En contraste con la retórica anti comercio, inspirada, en gran medida, en la decreciente participación laboral de las manufacturas, el empleo total estadounidense ha crecido de forma robusta durante las últimas décadas.
Un comentario similar aplica a su rechazo del déficit comercial estadounidense, concentrado especialmente en China y México, al considerarlo reflejo de abuso externo. No se detiene a pensar que el superávit de la cuenta financiera, contrapartida de ese déficit, en la medida en que se orienta a gasto productivo, impulsa la riqueza de ese país, en el sentido de Smith.
La primera administración de Trump y la posterior de Biden acrecentaron las barreras al comercio y la inversión con naciones cuyas transacciones fueron calificadas como contrarias a Estados Unidos. Con el pretexto de la seguridad nacional, gran parte de esas medidas se dirigieron contra China. Otras naciones imitaron las sanciones y China respondió con acciones similares. Trump ha anunciado que comenzará su segundo mandato con la imposición de nuevos aranceles. El resultado previsible es la continuación de la ralentización del comercio global, en perjuicio del consumidor.
El contagio mercantilista ha alcanzado al gobierno de México, el cual ha denostado el déficit comercial mexicano con China, por no reflejar una “relación recíproca”, y ha anunciado que presentará a los países socios de Norteamérica un plan de sustitución de importaciones. Aunque estas declaraciones podrían racionalizarse como un recurso para agradar a Estados Unidos de cara a la próxima revisión del T-MEC, las fragilidades reales de México para este proceso no parecen ser comerciales sino, principalmente, institucionales.