En las decisiones políticas es común que el razonamiento económico ocupe un lugar secundario.
La aparente subordinación de la economía en las posturas de quienes detentan el poder contrasta con el avance de esa disciplina y sus conclusiones verificadas en un sinnúmero de aspectos.
Si bien la economía no es una ciencia exacta y sus predicciones no están ajenas al debate entre los especialistas, existen muchos más puntos de acuerdo que de desacuerdo entre los expertos.
A pesar de ello, suele ocurrir que una buena recomendación económica no resulte atractiva políticamente, y viceversa. Los ejemplos abundan. Uno de ellos, especialmente claro, se refiere al comercio internacional.
En particular, mientras que prácticamente la totalidad de los economistas coincide en que el libre comercio beneficia a los países involucrados e incrementa su nivel de vida, con frecuencia los políticos aplican medidas que lo obstaculizan.
Un caso extremo se ha originado en la postura crecientemente adversa al libre comercio adoptada por el gobierno de Estados Unidos. A pesar de reprobar tales determinaciones, los países afectados han amenazado con responder, y algunos ya lo han hecho, con medidas similares, aun a sabiendas de que tales acciones perjudican también a su población.
La razón de fondo de la discrepancia entre la política y la economía en este y otros temas radica en las diferentes lógicas que las rigen. Las siguientes tres fuentes, no necesariamente excluyentes, revelan el contraste de criterios.
La primera se asocia al hecho de que los políticos están en el negocio de ganar votos para obtener y conservar el poder. De ahí que sea natural que apelen a promesas y obsequios dirigidos a los grupos de electores que más probablemente los respalden.
Un ejemplo es el otorgamiento de subsidios a ciertas empresas o sectores. El beneficio proporcionado genera un gran apoyo de parte de los colectivos favorecidos, los cuales pueden incluso promover la simpatía hacia el gobernante en círculos ajenos a los suyos. Además, el costo de la medida se dispersa entre toda la población, por lo que difícilmente produce una gran oposición.
Así, mientras que, con frecuencia, el político atiende a los grupos de interés, el economista considera como criterio de evaluación el bienestar de toda la población. Este último enfoque no obedece a la virtud sino a la inclinación del profesional por usar la lógica científica y a la ventaja de no tener que enfrentar las urnas para ser electo.
En concreto, para el economista la mencionada transferencia de muchos a unos cuantos carece de justificación clara, al tiempo que genera ineficiencias, así como un menor nivel de ingreso.
Una segunda razón de disonancia proviene de la diferencia en el horizonte de tiempo utilizado. Generalmente, los políticos prefieren decisiones cuyos efectos puedan visualizarse de inmediato. Los períodos relevantes están determinados por eventos no muy lejanos como las elecciones o las continuas encuestas de opinión.
En cambio, los economistas analizan los problemas en función de situaciones que tarde o temprano ocurren, no necesariamente en el corto plazo. Por ello, aunque no los ignoran, tienden a poner menos atención a los costos de ajuste que típicamente implican los cambios económicos.
Por ejemplo, la liberación de obstáculos a la competencia genera perdedores, pero la medida se justifica porque los beneficios para la sociedad superan con creces cualquier costo, a tal grado que se podría compensar a los afectados y aún así ganar. La visión política, en cambio, suele ser sensible a las fricciones inmediatas más que a la eventual mejora sostenida.
Una tercera causa, quizá la más significativa, de contrastes reside en la forma de comprender los fenómenos económicos por parte de la sociedad, la cual es asimilada por los políticos y muchas veces difiere de la del economista.
Un ejemplo es la tendencia del público a evaluar las políticas gubernamentales desde el ángulo del productor, considerando como utilidad social las exportaciones y el empleo. El enfoque del economista es el inverso: el bienestar del consumidor está en el centro y las exportaciones y el trabajo son un costo mientras que las importaciones, un beneficio.
Ante las lógicas divergentes, el reto del economista es enorme y su alcance es, por lo menos, doble: mejorar su comunicación con el público a fin de contribuir a incrementar su comprensión sobre el funcionamiento de la economía, y diseñar propuestas para los políticos que, sin perder la validez económica, resulten atractivas a sus electores. Esta última tarea luce particularmente compleja.