El año que inicia es clave para el futuro de nuestra democracia si consideramos que están en curso procesos electorales, federales y locales que implican la renovación de 20 mil 367 cargos públicos, siendo los más relevantes la presidencia de la República, las nueve gubernaturas y, sobre todo, la renovación del Poder Legislativo federal que incluye, por vez primera, la posibilidad de reelección de las senadurías.
Las autoridades electorales deben cumplir con sus funciones y garantizar la adecuada celebración de la jornada electoral del 2 de junio en un entorno que les impone exigencias mayúsculas. De entrada, la urgencia de resolver las diferencias internas que los han llevado a vivir episodios inéditos, como es para el INE, la evidente imposibilidad para construir consensos en la designación de personas en posiciones clave del organigrama institucional; o, en el caso del Tribunal, la constante remoción de sus presidencias que genera dudas sobre el adecuado arbitraje de los procesos electorales en marcha. En ambos casos se requiere estabilidad interna, diálogo permanente entre consejerías y magistraturas y funcionamiento armónico que respete las diferencias.
Ambas instancias deben encontrar caminos para fortalecerse y afrontar, con mejores posibilidades de éxito, los retos visibles. Es cierto que cuentan con aceptación social importante, reflejada en encuestas y con aparatos administrativos con experiencia para entregar buenos resultados, pero una cosa es la eficacia operativa de sus equipos para cumplir la logística electoral y otra muy distinta, el comportamiento de sus titulares para generar confianza entre la ciudadanía y actores políticos.
La constante intervención del gobierno y su partido, al margen de cualquier legalidad, se mantiene como una de las principales amenazas del proceso electoral. Hay múltiples evidencias sobre la constante violación a las restricciones que la Constitución y las leyes imponen a los servidores públicos para no intervenir en el desahogo de las elecciones, al tiempo que el presidente y su amplio ejército de servidores públicos federales y locales, avanzan en la implementación del llamado plan C, buscando persuadir a la población de no votar por las candidaturas de la oposición y de entregar un voto que garantice carro completo para los y las candidatas del oficialismo.
Los efectos nocivos de la presencia del crimen organizado lamentablemente cobran vidas de precandidaturas afines a la oposición, mantienen el control de diversas regiones del país y perfilan apoyos con financiamientos indebidos a candidaturas que les convengan. Sería lamentable que las autoridades electorales, sobre todo, las jurisdiccionales, cierren los ojos ante una terrible realidad más visible que nunca.
Las elecciones que viviremos este año deben constituir una prioridad para la ciudadanía, cuya responsabilidad principal estriba en emitir un voto informado, en analizar los riesgos que implica para la democracia mexicana la concentración del poder público que deviene del voto en una sola opción partidaria. La integración equilibrada de los órganos de la representación política y de gobierno, debe ser una consecuencia natural de un voto libre y razonado.
Sobre el desempeño de nuestras autoridades electorales existe la expectativa de que se sujeten a los mandatos de la Constitución y de las leyes, que logren dar la vuelta a la página y cerrar capítulos que no deben repetirse. El INE necesita titulares en sus áreas ejecutivas para trascender la etapa de las encargadurías y el Tribunal requiere un voto de confianza a la gestión de la nueva presidenta y una aclaración pública de las turbulencias recientes. En ambos casos, requieren de un diálogo constructivo permanente.
El autor es profesor en UP y UNAM, especialista en materia electoral.