Don Juvenal Lobato y doña Josefina Díaz ignoraban que tenían un hijo que superaba al promedio en lo intelectual. Qué iba a estar pensando en aquello la pareja, que tuvo a sus hijos en San Agustín Xalostoc, Ecatepec, una zona muy cercana a San Juanico. Pocos años más tarde se movieron a Ciudad Cuauhtémoc, más al sur del municipio. Las criaturas crecieron en las faldas del cerro inhabitado y jugaron en las calles inhóspitas e inseguras, que en su infancia no fueron pavimentadas.
Juvenal Lobato salía de pronto a jugar futbol con sus amigos. Sólo de vez en cuando, porque tenía que ayudar a sus padres en el negocio de carnitas. El fin de semana no era para él como el de sus amigos. Le tocaba matar puercos y vender su carne. Estudiaba, por supuesto, pero el estudio no les interesaba demasiado a sus papás.
“Cuando no sabes de las cosas, no aspiras a ellas”, dice Juvenal Lobato. “La ignorancia también ofrece felicidad”. Sentado en su oficina de Mariano Escobedo, acepta que no puede haber mayor contraste entre su vida de entonces y esta otra vida.
Hasta la secundaria se enteró de que seguía la preparatoria y que había un examen para entrar a la UNAM. Tampoco sabía en ese tiempo qué era la UNAM. La madre de Juvenal Lobato se sorprendió cuando éste le pidió que lo llevara a hacer el examen de ingreso a Ciudad Universitaria. En Indios Verdes, la mujer decidió llegar a avenida del Imán en taxi. Llevaba el dinero contado. No quería perderse.
Juvenal Lobato además solicitó entrar en el Instituto Politécnico Nacional. Lo aceptaron en ambas, pero él escogió la segunda para titularse como técnico, lo que le permitiría trabajar cuanto antes.
Cada año, en Zacatenco, Juvenal Lobato recibía un cheque como estímulo a su esfuerzo. Tiene fotos de él recibiéndolos, con sus anteojos pegados con cinta adhesiva, con una corbata prestada y con un viejísimo suéter. Ahorraba el dinero de la beca.
Casi al mismo tiempo que competía en La Cachi Cachi Porra, el concurso entre estudiantes de las escuelas del Poli, el presidente Zedillo le otorgó la presea Lázaro Cárdenas al mejor promedio de excelencia académica en Los Pinos. Después, se fue con sus padres a comer unos tacos de bistec a Lindavista.
En lo académico todo marchaba bien, pero su madre terminó hospitalizada con una peritonitis grave, de la que se salvó de milagro, después de permanecer seis meses en el hospital Rubén Leñero. Juvenal Lobato estaba desconcentrado. Nunca ganó en La Cachi Cachi Porra. Volvía cabizbajo a Ecatepec. Quería ayudar a su papá con el premio del certamen.
Por aquellas fechas, Lobato también tuvo que hacer tres exámenes de validación de materias para su ingreso a la UNAM. Viajaba casi tres horas desde su casa hasta Ciudad Universitaria, pero a pesar de las complicaciones, la Universidad Nacional transformó su vida. “Para mí todo ha sido intuitivo. Nunca he tenido la aspiración de lograr tal o cual cosa; las cosas se han ido gestando, pero todo tiene que ver con la UNAM”.
Tras la huelga de 1999, Lobato volvió al negocio de sus padres. Durante nueve meses fue al rastro a desbaratar a los puercos, pero al volver a Ciudad Universitaria, se encontró con Fernando Serrano Migallón, abogado y profesor de derecho constitucional y con otros maestros, uno de los cuales lo condujo al despacho en el que era socio Fernando Pérez Noriega. Pérez Noriega fundó poco después uno propio, y se llevó a Juvenal Lobato consigo. Estuvieron juntos siete años antes de separarse. Se ocupaban exclusivamente de asuntos constitucionales y fiscales. Después, Lobato fundó su propio despacho.
Ahora preside la Comisión Nacional Fiscal de Coparmex y es profesor de la UNAM desde hace 16 años. “Es la parte que me permite conectar todavía con el Juvenal que venía todos los días en camión desde Ecatepec. La educación me permitió cambiar lo que yo nunca esperé que cambiara. Las dos universidades más importantes de este país, la UNAM y el Poli, me transformaron cuando yo ni siquiera tenía un parámetro de vida distinto que me permitiera suponer qué mal vivía. Eso lo descubrí poco a poco. Puedo asegurar que ninguno de mis compañeros de primaria terminó una carrera universitaria”.
El negocio de sus padres cerró cuando el crimen organizado les exigió derecho de piso, hace 12 años. Seis más adelante, Juvenal Lobato recibió una llamada inesperada. Una conocida le pidió que ayudara a su hermana, víctima de violencia doméstica. Se había casado en Estados Unidos. Ahí había tenido un hijo y quería volver a México con el niño. Sabía que él no se dedicaba al derecho familiar ni al internacional, pero después de iniciar un procedimiento penal de guardia y custodia, ningún abogado tomaba el asunto porque era necesario litigarlo en la corte de Los Ángeles, para traer la jurisdicción a México.
Juvenal Lobato tomó el caso en México y se encargó de la demanda en nuestro país, pero ella, le advirtió el abogado, tendría que defenderse sola. “Le dije que se aventara la serie de Good Wife porque ella iba a ser su propia abogada. Yo estaba detrás del barandal porque no podía ejercer allá. Sólo la guie a lo largo del procedimiento. Nos la jugamos así. Al final, todo salió muy bien”.
Juvenal Lobato se casó con la mujer que defendió. Viven juntos con Sebastián, hijo de ella al principio, hijo de ambos hoy. El niño recién cumplió ocho años, y visita regularmente a su padre biológico en Estados Unidos.
La pareja descartó tener un hijo en común porque el corazón de ella se aloja del lado derecho del tórax. El embarazo sería de muy alto riesgo.
“Sebastián es el amor de mi vida. El embarazo de él milagrosamente salió bien, pero jamás pondría en riesgo a mi esposa”.