Para Natalia Beristáin hay un antes y después de Ruido, su tercer largometraje, el que tuvo el efecto privado de curarla del síndrome del impostor, tan ajeno a los hombres, tan común entre las mujeres. “Me tomó tres películas y años de trabajo en televisión sentirme bien en mi fuero interno, decirme soy directora, sentirme a mis anchas y parte de una comunidad que admiro y respeto”, confía.
No es que Beristáin no sienta orgullo por sus películas anteriores, Los adioses y la galardonada No quiero dormir sola, pero Ruido “es la película que yo quería hacer en su totalidad; así la pensé y así la planeé”. Los adioses fue reconstruida en el proceso de edición. No quiero dormir sola fue una película de muy bajo presupuesto “agarrada con alfileres”. “Siempre tuve la sensación de que me salió por casualidad”.
En Ruido, además, Natalia Beristáin dirigió a su madre, la actriz Julieta Egurrola. No fue fácil para ninguna de las dos. Fue filmado en la pandemia, antes de que iniciara la vacunación en México, cuando el riesgo se multiplicaba. “Mi madre tiene varias películas como protagónica o coprotagónica, pero nunca había hecho una donde ella apareciera en todas y cada una de las secuencias. A cualquier actriz eso le significa un nivel de concentración y de energía brutal, y siento que ella no lo supo medir, lo que hizo que llegara a la defensiva los primeros días de rodaje. Afortunadamente, tuvimos una conversación desde el amor, que probablemente con otra actriz no habría funcionado, y lo resolvimos. También fue ingenuo de mi parte no entender que, evidentemente, lo íntimo iba a permear el rodaje, porque yo siempre pensé en Julieta porque es una bestia de actriz, no porque es mi mamá. No me arrepiento. Desde la concepción del proyecto pensé en ella. Fue un lujo dirigirla. Además, si a mí me importa y me atraviesa la lucha social es porque heredé la vocación social de mi mamá y mi papá (el actor Arturo Beristáin)”.
Ruido ha sido abrumadora para su directora. A la semana del estreno, fue la película más vista de habla no inglesa a nivel global en Netflix. “Eso son millones de personas viéndola en ese mismo lapso. Me da un poco más de fe en la humanidad saber que una película que probablemente va en contra de cualquier algoritmo, por su temática, porque es regional o porque está protagonizada por una mujer de 70 años, está conectando. También tiene un significado importante para las mujeres en la industria, porque rompió un techo”.
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Un insecto aguijoneó a Natalia Beristáin, de tres años. Penetró el peroné un estafilococo, y el hueso fue suplantado por un injerto de cadera. La niña estuvo enyesada un tiempo que se hizo muy largo, pero años después correteaba con otros niños, hijos de actores, como ella, en la Unidad Cultural del Bosque, atrás del Auditorio Nacional.
“Mis padres se separaron cuando yo era muy chiquita y pronto se emparejaron cada uno por su lado, así que tengo muchos hermanos por aquí y por allá. Crecimos todos juntos. El teatro logró que aquello, que en cualquier otra familia era extraordinario o imposible en los 80, sucediera: nuestros padres hicieron a un lado sus rencillas personales con tal de hacer teatro juntos, y eso permitió que la familia avanzara con todos sus apéndices, como en una cabalgata”.
Beristáin, madre de una hija, disfruta sobre todas las cosas su maternidad. “Me sorprende y me enseña su mirada”. Es mujer de familia, la suya y la extendida, una buena razón para no abandonar un país en el que apenas se puede vivir.
Después de estudiar la preparatoria de manera tropezada, Beristáin viajó un año por Europa para encontrar una escuela de cine que en realidad nunca buscó. En su primer intento fue rechazada del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). “Estaba segurísima que me iban a aceptar y me rompió el esquema por completo que no lo hicieran. Regresé berreando a mi casa. En ese momento, mi mamá tomó el teléfono y le llamó a Luis de Tavira, que montaba una obra gigante, y escuché que le dijo que tenía enfrente a su hija, deshecha, sin planes para el futuro, y le pidió que me metiera a trabajar”. De Tavira le ofreció asistir la dirección en aquella obra, tomó un curso de fotografía fija y al año siguiente volvió a aplicar tanto al CCC, donde se quedó, como al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM.
“El primer año tomábamos un taller de actuación. Dirigías y actuabas algunas escenas de teatro para situarte en el lugar de los actores y entender por lo que transitan, a nivel básico. Ángeles Castro, la directora de la escuela, y el director (fallecido) Gustavo Montiel, me preguntaron después si sabía que tenía madera de actriz. Me descolocó por completo, pero me reforzó en el no”.
Aunque su infancia estuvo envuelta en el teatro y la televisión, Beristáin se decantó por el cine. “Claro que nunca me vi haciendo algo que no tuviera que ver con la actuación. En la pubertad y la adolescencia coqueteé con la idea de ser actriz, pero para nada era lo mío. En ese sentido, el cine sí se reveló como ese lugar donde dije: ‘es ahí’. Del lado de mi padre, mi tatarabuelo, mi abuela, abuelo, mis hermanos, todos gravitamos alrededor del teatro, pero yo necesitaba encontrar mi propio espacio, y el cine me brindó justo eso”.
-Déjame volver a Ruido. ¿No te entró pánico después del éxito que tuvo?
-No hasta ahora. Creo que hay que abordar cada proyecto como un ser nuevo y hay que construir cada uno desde cero.
-¿Qué es lo que sí te da miedo?
-Me da miedo vivir en este país.