Retrato Hablado

‘De la uva hablan las sociedades, hablan las civilizaciones’

Hugo D’Acosta plantó hace 22 años su primer viñedo de uva chardonnay, el famoso Piedra del Sol, que está redirigiendo por motivos de la agricultura y condiciones del clima.

Hugo D’Acosta no puede presumir a un abuelo hispano o una historia familiar que lo haya llevado al vino. “Nunca formó parte de nuestra cotidianeidad”, dice el enólogo.

En unas vacaciones de verano –en cada una los ocho hermanos estaban obligados a trabajar y evitar el ocio– encontró cerca de su casa una escuela de fruticultura, Conafrut, en la que le enseñaron cómo se cultiva la uva y se hace el vino. “Ahí había algo mágico. De la uva hablan las sociedades, hablan las civilizaciones, habla la sangre de Cristo”.

Después de graduarse como ingeniero agrónomo del Tec de Monterrey, fue a Francia a estudiar una maestría. Una generosa beca le permitió vivir dos años en Montpellier y uno más en Turín, mientras decidía si se dedicaba a la investigación, a la docencia o la elaboración del producto.

“En Francia estudié en una escuela muy agrícola, lejos del glamour de Burdeos. Mis compañeros eran muy capaces, muy metidos en el tema del vino. Ahí entendí que producirlo tiene un montón de aristas: el campo, la elaboración, y que hay un poderío derivado de las zonas, los países, las maneras de ser, como lo es una agricultura muy rica y muy progresista en el norte de Francia, pero más rural en el sur. Entendí esos contrastes y que el asunto no es tan cuadrado. En Italia aprendí otra manera de entender el vino”.

En México, trabajó para la compañía francesa Martell. “Yo sentía que me habían contratado los dioses”, cuenta. Manejaba los viñedos. “Era feliz hasta que propuse cambiar a mi jefe para hacer que la vinícola funcionara. No entendía que una cosa era Francia y otra México y que aquí había que interpretar la agricultura y la viticultura de otra manera. Digamos que era un gran francés, pero le faltaba la mexicanidad. Y era muy anticuado. Ése fue mi primer tropiezo. Obviamente me echaron a la calle”.

Explica que en los años 80 se practicaba una viticultura de industria, que se generó como una obligación del gobierno para contrarrestar las importaciones. Las grandes empresas como Domec y Martell necesitaban tener una planta en México si querían tener cuotas de importación. “Se tenía que producir vino en nuestro territorio; no sé si era una necesidad o era por la comodidad de estar cerca del mercado. Así surgió esta viticultura que tenía más una obligación industrial y de demanda del mercado que una propuesta”.

Entonces, sigue D´Acosta, había apenas cuatro o cinco enólogos, pero sólo un par de empleos para todos: “Y yo había echado a perder uno, así que en la desesperación, mandé cartas curriculares a toda la industria californiana. Envié unas 300 cartas, y me contrataban en casi todas, pero no en ese momento. En uno de esos viñedos, una persona me contestó de puño y letra, y me dijo que me fuera y me inventara un número de seguro social. Estuve poco menos del año. Fue muy enriquecedor porque entré otra vez al circuito y vi la California que empezaba a tomar un auge muy importante. Era un mojado Armani. Totalmente ilegal, pero crucé con pasaporte y visa. No sufrí lo que significa ser migrante. Apliqué a muchos trabajos, pero sin papeles no aspiraba más que a mayordomo (capataz) porque era mexicano”.

En México tuvo nuevas oportunidades de trabajo: en Coahuila hizo vino para Vergel, “que no era precisamente el más reconocido”. “Fue una época muy bonita porque volví a tener un trabajo formal en México”. Hasta que Bacardí lo compró. “Me quedé chiflando en la loma. Manejé un rato el laboratorio sólo porque me había casado y tenía una niña recién nacida”.

En cuestión de días, recibió una oferta de Santo Tomás. Llegó a Ensenada con su familia en 1988. “Nos tocó una Baja California y particularmente un Santo Tomás de capa caída, pero fue maravilloso en el sentido que todo se podía proponer, todo se podía hacer”.

Después de 10 años, el paso lógico para D´Acosta era empezar un proyecto personal. “Nos dedicamos a hacer vinos con una idea: ser una vinícola pequeña, con una escala familiar, que se vendiera lo más directo posible y volvernos independientes. Plantamos nuestro primer viñedo de uva chardonnay, el famoso Piedra del Sol, que estamos redirigiendo por motivos de la agricultura y condiciones del clima. Hay que repensar no sólo el viñedo, sino la manera de concebir el vino, la manera de trabajar, la manera de mantenernos con el oficio”.

“Este viñedo que plantamos hace 22 años, que tuvo una frondosidad espléndida en un sitio específico, con otras condiciones de agua, poco a poco nos gritó que no podía seguir. Cuando arranqué el viñedo, había que caminar un pedacito porque allá estaba el carro y acá estaba la casa. Y nos dimos cuenta de que la planta se iba poniendo triste”, cuenta el creador de Casa de Piedra.

Sigue: “Nuestra actividad hace mucho que dejó de serlo, es más bien una manera de vivir”.

-Antes había un puñado de enólogos. ¿Ahora hay demasiados?

-Un poquito, sí. Siendo crítico, creo que hay una bonanza, una época de crecimiento. Se multiplican muy rápido, pero crecen llenos de huecos. Pero son los ajustes normales; tenemos que vivir esta transición y dejar que crezcan y se sepan decantar y al final generen productos más sólidos.

D’Acosta siente una obligación generacional: quiere entregarles la estafeta a sus hijos: “Veo una Baja California desordenada, pero mi aportación al orden es hacer mejor y más a fondo lo mío, en lugar de meterme a la grilla. Creo que las cosas son cíclicas, y a mí me parece muy bonito que lo que hagas, aunque parezca pequeño, insignificante y local, provoque una armonía contigo mismo y con tu alrededor”.

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