Rolando Fernández debe tener un ritmazo. Es hijo de madre mexicana y padre cubano. Y ama la salsa, pero no tanto como el violonchelo, una extensión de sí.
Sus padres, ella flautista y él chelista, se conocieron en San Petersburgo. Después de unos años de intercambio se asentaron en Cuba, donde nació Rolando, su primer hijo. La familia se trasladó a Querétaro luego de una breve estancia en Ciudad de México. El niño sufría un padecimiento pulmonar y el aire cargado de la capital no ayudaba.
Su padre fue el primero de sus maestros de chelo. Diez años más adelante Rolando Fernández hizo su debut como solista con un concierto de Vivaldi para chelo y orquesta. “No sé cuándo empecé a amar el violonchelo. Fue algo inconsciente; para mí, aprender música fue como aprender a hablar español. Y no es que mi casa haya sido ejemplo de música clásica solamente; ahí hubo siempre música cubana, mexicana, brasileña, mucho jazz y rock. Así que aprendí ese lenguaje y vinieron los estudios y los conciertos”, cuenta.
-Es decir que la música no fue una elección tuya, pero la abrazaste.
-Claro. Si no me hubiese gustado la música, mis papás lo hubieran respetado, pero la música siempre me fascinó. Fue el mejor camino que pudieron señalarme mis padres.
De los 10 a los 17 años, Rolando Fernández estudió en Querétaro. Fue miembro violonchelista de la filarmónica del estado hasta que se fue a Maastrich a continuar sus estudios. “Fue un periodo muy intenso, un periodo de formación muy importante. Mis padres hicieron un esfuerzo económico grande para establecer contacto con maestros en Europa.
-Y pasaste de una experiencia inicial con tu padre como maestro a tomar un camino absolutamente independiente de él, en todos los sentidos.
-Soy muy cercano a mi familia. Fue un cambio difícil, no sólo por la música. Pero vivía en absoluta libertad en Holanda, un país con una oferta cultural gigante, y un gran exponente de música clásica. Lo de cambiar de maestro no fue tan difícil porque mi papá estudió en Rusia y mi profesor era ruso, así que tienen la misma escuela. Y tuve la fortuna de tener no sólo un excelente profesor, sino casi que un mentor, porque no sólo me enseñaba a tocar el violonchelo, sino que me abrió los ojos a todo el arte. Pude haber tenido muchos maestros, pero el que toca el chelo, al final, soy yo. Yo tomo las decisiones.
Fernández ha merecido reconocimientos en su joven carrera, como el segundo premio en el Concurso Internacional de Violonchelo de Düsseldorf, el tercero en la Bienal de Violonchelo de Amsterdam y una mención en el Leos Janeacek, de la República Checa. En 2019 fue seleccionado para participar en el Tchaikovsky Competition, en San Petesburgo. Sobre el último dice: “He perdido más premios de los que he ganado, pero en éste, el concurso más glorificado y probablemente el más grande de todos los tiempos en Rusia, el hecho de haber sido seleccionado para participar es un gran honor. Fue algo inolvidable. Además, fue en San Petersburgo donde se conocieron mis papás, y eso lo hizo supermágico”.
Fernández participó también en los prestigiosos concursos ARD, de Múnich, y el Genève, en Suiza. “Son eventos para los que tienes que preparar tres o cuatro rondas, con repertorios de memoria. Son pruebas de fuego que ponen a prueba tu temperamento, nervios y autoestima”.
-¿Qué es lo que más te cuesta tocar?
-Las Suites, de Bach, para violonchelo. Las empecé a estudiar desde niño y las toco todos los días. Es como beber agua. Son obras muy difíciles en el sentido técnico y en el intelectual. Pau Casals, el gran chelista catalán, esperó casi 15 años para tocarlas en público; decía que no estaba preparado para tocarlas. Imagínate el respeto con el que Casals, una leyenda de la música, hablaba de esa obra. Es la cúspide del violonchelo. Pero cualquier cosa que yo toque, en orquesta, música de cámara o solista, representa un reto y lo tomo con muchísima disciplina y responsabilidad.
Fernández está estudiando su Diploma de Solista en Alemania, el grado académico más alto para un músico. Hizo su debut en Konzerthaus, una de las salas más importantes del mundo. “Parte del examen final o la titulación es tocar como solista, un concierto para violonchelo y orquesta”, explica.
Ahora, Fernández busca ayuda para hacerse de un mejor violonchelo.
-¿Sabes cuánto cuesta un gran chelo? -me pregunta.
-No tengo la menor idea.
-Unos 700 mil euros. Se consigue por medio de fundaciones o un sponsor privado. No está nada fácil, pero no me quejo, así es como funciona.
Su examen final es el próximo año, y terminará los estudios formales. No dejará la enseñanza, una de sus principales actividades. Fernández es asistente de la clase del profesor Nicolas Altstaedt, en la Hochschule für Musik Hanns Eisler, en Berlín. “Enseñar es uno de mis fuertes, humildemente. Es que como músico hay tantas cosas que se pueden explorar, como en el Festival PAAX que toqué solista, programas orquestales, música de cámara y un programa de tango”.
-¿Qué haces cuando no trabajas, cuando no estudias, cuando el chelo está guardado en su estuche?
-Me gusta jugar futbol; lo hago con cuidado para no lastimarme una mano. Me encanta leer. Es una de esas pasiones tardías, porque descubrí la lectura cuando me fui de México. Leer me ayuda a mantener un nexo con Latinoamérica.