Karla Zárate fue concebida en La Paz, Baja California, mientras su padre construía carreteras. Todavía era una bebé cuando vino a la Ciudad de México, donde aprendió a callarse, a guardar secretos y quizá desde entonces se enganchó, sin saberlo, con el misterio y la novela negra.
Karla Zárate ha tenido muchas casas, y de cada una se ha llenado de recuerdos. En una aprendió a mentir, amparada por una escalera de caracol. Todas se fueron llenando de los libros que heredó de su padre y ahora forran la casa que habita, la que vivió en pareja y que ahora comparte sólo con sus hijos.
Es odioso preguntarle a una escritora qué libro la ha marcado. Por fortuna no tengo que hacerlo. Ella ha escrito sobre El viejo y el mar, un libro que le prohibieron sólo por su edad. Lo leyó con más ganas.
Los cambios que impusieron sus padres la llevaron a terminar los estudios en una escuela de monjas. Seguramente por proximidad, dice, porque ellos siempre fueron ateos. “Estoy llena de contradicciones desde entonces”. Una vez la castigaron sin ir a la Villa de Guadalupe, encerrada en la biblioteca escolar. No entendían que premiaban a una futura escritora.
En la secundaria, Zárate encontró Un hilito de sangre, de Eusebio Ruvalcaba. “Hablaba de un niño de mi edad, entonces de trece años”. Apenas se lo pasó a una amiga, el libro fue censurado. Parece que fue una señal.
La escritora estudió Letras Hispánicas en la UNAM, que no le abrió ventanas a nada, porque ella se había abierto antes al mundo. No vivía en ninguna burbuja. “Para mí era lo que seguía; mi papá era emérito. En la Universidad tenía que ser”. Sus padres tenían un poco de miedo de que se perdiera su hija en la inmensidad de CU. Y no. Se ganó la Gabino Barreda.
Siguió con una maestría en la UCLA, en Los Ángeles, becada al 100 por ciento. No quiso quedarse y seguir con el doctorado. Tenía apenas 26 años, y se sentía sola, por más que le pagaran por hacer lo que más le gustaba hacer. Vivía en Westwood, y se iba a pie, le sobraban horas para nadar y leer. Los domingos eran muy distintos: Zárate hablaba por teléfono, porque si no, no pronunciaba palabra. La soledad la empujó a volver. “No encontraba a alguien en mi situación: soltera, que viviera sola, cerca de la universidad. Los demás vivían con sus familias, o muy lejos, o estaban casados”.
En México, encontró trabajo en Conaculta, en los tiempos de Sari Bermúdez, y empezó a escribir Rímel, su primera novela, publicada en 2013. “Fue una locura. Siento que ahí volqué todo”. Casi al mismo tiempo, entró al doctorado en la Iberoamericana. Escribía su tesis mientras cuidaba a sus hijos, pequeños, el menor de poco más de un año. “Explotó una bomba atómica en mi casa y mi matrimonio se iba para abajo. Yo digo que me hice adulta cuando me divorcié. Me quedé con mi casa y me empecé a hacer cargo”.
Su mentora y asesora de tesis, Gloria Prado, la introdujo al psicoanálisis. “Nos ponía a leer a Lacan –sigo sin entenderle–, y luego me invitaron a un seminario de literatura y psicoanálisis. Freud habla mucho de los casos de sus pacientes, pero todo el tiempo menciona en sus escritos a William Shakespeare, a Miguel de Cervantes, a tantos otros. Yo he descubierto que literatura y psicoanálisis van juntos, que tiene mucho que ver una cosa con la otra. En los primeros ensayos que entregué, en los que teníamos que hablar de alguno de nuestros pacientes, como yo todavía no tenía ninguno, hablaba de personajes de libros, de la perversión en el libro tal, de la histeria en Virginia Wolf. Por cierto, sobre Wolf escribí mi tesis doctoral”.
Zárate, autora de Llegada la hora (traducido a alemán) decidió, a partir de aquello, formarse como psicoanalista en la Sociedad Freudiana. Cuatro años después (hace unas semanas), hizo su examen final: “Yo no estudié para ayudar a los demás, sino para entender la locura propia. Por ahí va mi decisión de ser psicoanalista”.
Debajo de su casa, construyó su consultorio, un espacio impersonal –como debe ser–, privado y fresco. Ahí están sus libros de psicoanálisis y nada más. Lo construyó durante la pandemia, porque pagaba un consultorio en otro lugar, al que nunca iba. “Tampoco podía estar dentro de mi casa, porque se filtra todo y no es lo más conveniente”.
-¿Te sostienen las regalías de tus libros o tu trabajo como terapeuta?
-Ambos. Estoy por firmar un contrato con Planeta. La cuestión es que en esta novela se habla de otra novela, con la que una escritora tiene muchísimo éxito, y la sugerencia (del editor) es que meta esa novela, ese texto, dentro de la nueva novela. Es un hipertexto. Si quedamos así, tengo que escribir la segunda novela, y se llevaría un tiempo más. Y me van a reeditar Rímel, así que voy por tres.
La nueva, Los cinco sentidos –”ojalá y se quede ese título”, dice Zárate–, aborda temáticas recurrentes en su obra: “Me voy con el cuerpo, con la sangre, con los sentidos, y ahí estoy, otra vez, mostrándome. Al escribir, te expones. Pienso que tal vez con Rímel luché contra eso; no aceptaba que tenía algo que ver con mis personajes, y ahora no me importa. De hecho, Cinco sentidos trata de una escritora, pero en las entrevistas voy a decir que no soy yo”.
Zárate se ejercita seis veces por semana. Descansa los domingos. “Es mi parte estructurada”, reconoce. “No es que yo sea muy sana, no es que yo sea muy disciplinada. Tengo que ir todos los días en una búsqueda de estructura. En mi caso, tengo que agarrarme de algo como parte de mi autorregulación”.
-Tampoco es que tu desenfreno juvenil te haya metido en un gran problema…
-No, ni el actual. Pero de pronto me pienso como dividida, escindida. Los cinco sentidos tiene que ver con eso también. Y Rímel, que es la historia de dos hermanos que se espejean, se ven uno en el otro. O la tesis donde voy a lo transgénero y transexual en Orlando; ahí está otra vez. Prefiero tener siempre dos cosas de las cuales agarrarme.
-Sé que se trata de un personaje de caricatura, pero ¿eres esa analista cuya familia se queja de que la estás examinando todo el tiempo?
-No, yo nomás analizo al que me paga.