Eduardo González es hijo de madre y padre de La Aurora y San Fernando, dos ranchos a unas horas de Ciudad Guzmán, Jalisco. Su madre es la mayor de nueve hermanos. Ella estudió la mitad de la secundaria. Su padre es el tercero de 16, menos cuatro que murieron. Él dejó la escuela en tercer grado. Ambos llegaron indocumentados a Estados Unidos y se conocieron en Los Ángeles, donde nacieron sus hijos.
Cuando Eduardo era un bebé de dos años, su padre volvió a México para llevarse al resto de su familia. Su madre había tenido un derrame cerebral que la dejó paralizada de la parte derecha del cuerpo. Estuvo en coma, quedó muy débil y tuvo que reaprender a comer, a hablar, a valerse por sí misma. Los niños no tuvieron en esos años un hogar estable. “Pasamos por tiempos de mucha hambre”, cuenta González.
Cuando empezó a estudiar, el niño notó que hacía felices a sus padres con buenas calificaciones. Y eran muy buenas: “Yo era top, el primero de mi clase”. Se empeñaba; su padre le dejó claro que en Estados Unidos “heredas la compañía de tu papá o te pones a estudiar”. Así que siempre tuvo su respaldo para ir a la escuela. González acumuló honores y fue entrevistado para ingresar a las mejores universidades de ese país: Georgetown, Berkeley, Harvard y otras después de terminar el bachillerato en la San Francisco State University.
San Francisco era el lugar seguro que Eduardo González necesitaba para experimentar la libertad sexual. Ahí obtuvo una doble licenciatura, en ciencias políticas y relaciones internacionales, y una especialidad en estudios islámicos y del medio este.
Después de su primer año, se fue como voluntario a Costa Rica. En un orfanato, enseñó a leer a niños de primer grado. De vuelta en California, conoció a la profesora alemana Lucía Volk, quien le prometió ayudarlo a prepararse para entrar en una universidad de primera y le pidió que considerara estudiar en Turquía. González viajó a ese país y avanzó rápidamente en el estudio de la lengua. Luego obtuvo una pasantía de investigación en la Universidad de Berkeley, donde escribió su primer artículo académico sobre las protestas en ese país, en una revista de la Universidad de Pensilvania. “Un chico de universidad pública, muy económica, publica un artículo en una Ivy League. Fue algo espectacular que me abrió muchas puertas”.
El Departamento de Estado de los EU le dio dos becas para regresar a Turquía, una de ellas para aprender a hablar idiomas críticos para el gobierno, como el árabe y el farsi. Entonces ganó su primera beca Fulbright.
La Universidad de Nueva York admitió a González en el programa de maestría de ciencias políticas, con beca completa. El segundo año, se cambió casi por completo al departamento de medios, cultura y comunicación. Como resultado publicó otro artículo en el que comparaba el discurso de Donald Trump desde que anunció sus aspiraciones hasta que se convirtió en presidente. “Quería entender cómo hablaba de los latinos en una forma más sistémica”.
Eduardo González está por obtener el doctorado en la Universidad del Sur de California, en la Escuela de Periodismo y Comunicación de Annenberg, la mejor universidad en esa disciplina en el país del norte. “Me da gusto estar de nuevo en Los Ángeles para estar más cerca de mis papás, que se han hecho mayores”.
Los últimos años ha estudiado el uso de dispositivos móviles entre poblaciones migrantes. “Ha empezado a cambiar la idea de que los celulares inteligentes son para las clases medias y altas; son para todos”.
-Y en el caso de los migrantes, son una herramienta de supervivencia, casi tan vital como el agua...
-Totalmente. Me he dedicado a averiguar de qué manera estas herramientas pueden empoderar a las comunidades migrantes.
González es investigador asociado del Centro Latam Digital de la Ciudad de México, que le ha dado recursos y equipo para ir a diferentes albergues y centros comunitarios que apoyan a los migrantes en Tijuana, Tlaxcala, Tapachula, Puebla y Ciudad de México. Ahí da talleres de privacidad para que los migrantes puedan protegerse mientras usan sus dispositivos móviles. Aprenden autocuidado de datos mientras usan internet.
La pregunta que funciona como columna de su investigación es cómo imagina el migrante una ciudad acogedora para los procesos de tránsito. “En los estudios críticos sobre refugiados y estudios críticos en comunicación cultural hemos visto que los grupos focales nos permiten proteger la identidad de los participantes. También estudio la forma en que ellos crean redes de apoyo porque las instituciones nacionales e incluso las internacionales tardan mucho en apoyarlos.
-Después de todo, debes ver de una forma totalmente diferente a tus papás.
-Sí, claro. Sobre todo, ellos son la razón de por qué estudio lo que estudio. Ahora tienen doble ciudadanía, pero mi papá nos contaba que llegó la primera vez con menos de cinco dólares a Los Ángeles. También estudié ciencias políticas porque mi familia fue discriminada y yo quería aprender sobre el sistema político en Estados Unidos para empoderar a las comunidades migrantes.
En unos meses, Eduardo González estrenará una posición como profesor asistente de estudios fronterizos y comunicaciones en la Universidad de San Diego y, a la vez, podrá desarrollar su proyecto. “Ahora quiero entender la forma en que estos mismos dispositivos móviles funcionan como instrumentos de vigilancia por parte del Estado. Lo vemos con la aplicación CBP One, que no permite que uno use una red virtual privada”.
-Claro, el dispositivo puede ser una diana en la frente del migrante…
-Totalmente. Les roban el celular y se convierte en un instrumento de extorsión.
Los primeros talleres de privacidad, dice González, fueron demasiado académicos. Los siguientes han sido más prácticos: “Lo que necesitan los migrantes no es saber qué es un protocolo de internet o una red virtual privada, sino cómo cambiar una contraseña o cómo bajar una aplicación. El taller seguirá cambiando porque la tecnología seguirá cambiando”.