Alejandro Rosas creció en una familia donde sobraban libros e historias. Algunas, incluso, protagonizadas por sus ancestros, como su bisabuelo, Crispín Robles, que se levantó en armas contra Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Su hijo, Alfredo Robles, contó esa historia en 50 años después… o la Revolución en casa. Antes de nacer, Rosas ya estaba marcado por el bisabuelo zacatecano, maderista, muerto en la Revolución.
Alfredo Robles, hijo de Crispín y abuelo de Rosas, le regaló La majestad caída (sobre el derrumbe de Porfirio Díaz, de Juan A. Mateos), Yo maté a Villa –”un libro extraordinario sobre los detalles del asesinato de Villa”– y la novela Viva Madero, pero la influencia definitiva fue la de su madre, una gran contadora de historias, que les robaba el aliento a sus hijos cuado les hablaba de cómo había rodado la cabeza de María Antonieta, o cómo se había convertido en un asesino serial Henri Désiré Landru. Sin los relatos de su madre, Rosas no estaría por cumplir 35 años convertido en uno de los más festejados divulgadores de nuestra memoria ni por celebrar el primer cuarto de siglo de la publicación de su primer libro. Se la ha pasado bien. Alguien vendrá a cobrársela, dice, y teme.
Rosas es hijo de un ginecólogo, hijo de la cultura del mérito y el esfuerzo. Y como tal, su máximo sueño era entrar a la UNAM. Luego, estaba lo de ser presidente de México.
-¿En serio?
-Sí, en serio.
-A mí nunca me dio por querer ser presidenta. Claro que las mujeres no aspirábamos a eso. Ahora sí.
-A mí sí. Y veía la historia como un pasatiempo. Iba a estudiar ciencia política y leer historia. Era muy ingenuo; pensé: “Estudio ciencia política en la UNAM y en unos años llegaré”. Y el momento que cambia toda mi vida y que me permite ser lo que soy fue que, ya inscrito en la UNAM, en la Facultad de Ciencias Políticas, y faltando dos meses para la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari, la UNAM –para variar– se fue a huelga para protestar por el fraude de 1988. Yo estaba fascinado con la serie Biografía del poder que Krauze había escrito y que había sacado en siete tomos con el Fondo de Cultura Económica, además de un documental que patrocinaba, si no mal recuerdo, la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos. Así que le escribí a Enrique Krauze una carta a máquina y así me convertí en su discípulo-ayudante. Le envié la carta por correo. Le llegó en enero de 1989; ya habíamos entrado a clase cuando la recibió.
Rosas se olvidó de la ciencia política, que ya lo había aburrido; se cambió a relaciones internacionales, para combinar con la historia –”me veía perfectamente tomando un martini seco en alguna embajada, hablando de historia”–, y asistió durante 13 años al historiador, hasta que emprendió un camino propio después de haber descubierto el mundo de los archivos y las bibliotecas. “Durante esos 13 años hice mi carrera”, afirma Rosas. Luego, a partir de la idea de contar historias y recuperar datos curiosos de las investigaciones, progresó como divulgador. Después, apareció en el diario Reforma el Cronoscopio, una página de divulgación, y se soltó: “Me empapé de historia y empecé a escribir. Tengo una buena memoria para la historia. Hay veces que no me acuerdo de cosas que tienen que ver con mis hijos, a menos que las relacione con un hecho histórico: recuerdo que mi hija nació el día en que murió Santana, el 21 de junio de 1876; o que mi hijo nació el 15 de septiembre. Le quise poner Santiago Porfirio, pero su mamá no me dejó”.
Alejandro Rosas tiene el buen gusto de llamarse a sí mismo divulgador y no historiador para que la academia, purista como es, no reclame. “Me he dedicado 35 años a la historia. Me valen las etiquetas. No tengo que pedirle nada a la vida ni a la academia”.
Hace más de 20 años, Alejandro Rosas trabaja en casa. Sus hijos eran bebés y él se encargaba de ambos buena parte del día. “Lo increíble era que todo el mundo pensaba que yo no trabajaba, o sea, que no hacía nada en casa; que andaba con mi bata de Mauricio Garcés, pidiéndole a Sócrates un jugo de naranja”.
Rosas generalmente publica con Planeta, “con una canita al aire o dos”. Reconoce que la divulgación histórica es una interpretación, pero nunca un invento. Desde 1999, ha escrito 25 títulos con varios coautores, y cuatro o cinco libros suyos, además de las obras por encargo, que le han permitido una vida económicamente holgada. “Los míos los he escrito por gusto, por pasión”. Esos son: A sangre y fuego, su única novela; Cartas desde el Atlántico; El Titanic y la Revolución mexicana; La revolución de los espíritus, y La cabeza de Joaquín Murrieta, el complemento de la serie con el mismo nombre.
-¿Qué haces cuando no escribes?
-Veo series.
-¿Cómo cuáles?
-Como Los Simpson. Y Seinfeld. Son una guía. Esas dos son series que puedo seguir viendo y siempre hay una referencia. También veo todas las series criminales que puedo y las de asesinos seriales. Más ahora que están de moda las danesas y las noruegas.
-Aprovechando que te tengo aquí, como el divulgador de la historia que eres, ¿con qué piensas que vamos a quedarnos de estas elecciones?
-Yo siempre fui un demócrata convencido. Para mí era muy importante que sacáramos al PRI de los Pinos en el 2000. Voté por Fox y mi decepción fue mayúscula después de ese momento. Mis papás llegaron a pensar que se iban a morir sin ver la caída del PRI y vieron su caída y su regreso. Pensé que íbamos a tener un México distinto, y no por Fox, sino porque me parecía que la democracia podía mejorar al país en muchos sentidos. Ahora tengo mis dudas. Creo que quizá la democracia está sobrevalorada. Desgraciadamente, y en términos del historiador, los periodos de más tranquilidad y paz social y prosperidad material han sido en el porfiriato y en la época dura del PRI, y eso es terrible. Cuando llegó la alternancia se desdibujó el país en muchos sentidos. Parece que una de las lecciones evidentes es que la democracia no nos importaba tanto como pensábamos todos.