Pablo Ferrari nació en Montevideo, un puerto de aguas profundas. Es el cuarto hijo de cinco que nacieron uno tras otro, entre abril y julio, porque en esas fechas tocaba tierra su padre, un capitán mercante de origen suizo.
El capitán pagó los estudios de sus hijos en colegios privados, pero cuando Pablo Ferrari cumplió los 15, advirtió que costearía eso, y nada más. "Entonces empecé a trabajar", cuenta. Primero en los veranos, como cadete (mandadero). Después, en una farmacia de Carrasco, el barrio más acomodado de la ciudad.
Ferrari no necesitó un examen vocacional para saber que quería ser publicista. En la adolescencia, coleccionó anuncios de los periódicos y latas de refresco, que no se encontraban en Uruguay. Estudió Comunicación Social en la Universidad de la República y laboró en un taller de diseño como ejecutivo de cuenta. Tres años después, se inició en la agencia Ginkgo, como pasante. "La publicidad integra todo lo que me gusta: lectura, escritura y música".
"Me mudé solo y me cambié de agencia, donde conocí a mi dupla. Pensaba que el proceso creativo era muy personal, pero Sebastián y yo pelotéabamos ideas y todo fluía fácilmente. Pensábamos casi igual". Sebastián Blanco, su jefe y amigo, invitó a Ferrari a trabajar para Leo Burnett, una agencia más pequeña en la que desempeñaría un rol diferente, de mayor responsabilidad. Sin embargo, duró poco porque recibió una oferta para mudarse a Venezuela e incorporarse al equipo de Lowe como director creativo y atender marcas globales como Johnson & Johnson, Alitalia y Polar, la más grande empresa venezolana. "Pero se dio el golpe de Estado, el paro petrolero y la situación se puso cada vez más violenta. Yo llevaba un par de años expatriado. La crisis en Uruguay era profunda. Volver significaba convertirme en un desempleado más".
Ferrari se refugió en Suiza, donde vivían tres de sus hermanos. Estudió retórica, perfeccionó su italiano e hizo de freelance para una agencia italiana. En algún periodo vacacional había visitado México y le gustaba para vivir. Mandó varios correos electrónicos, y a uno de ellos le respondieron con una propuesta que resultó fallida. "Debía aprovechar el viaje e hice algunos contactos".
En Venezuela, había lanzado con Lowe un comercial para el desodorante Axe. "Trabajé con Jorge Cuchi, pero no lo conocí personalmente. Es el tipo más talentoso con el cual me ha tocado trabajar, y terminó siendo mi jefe".
Cuchi y Olabuenaga recién habían fundado Olabuenga Chemistry. En mayo del 2004, le pidieron que liderara un pitch para Visa y lo ganaron. Fueron unos años espléndidos para la agencia, famosa por campañas como la de Palacio de Hierro, que creció de manera exponencial. "Para mí, ellos son publicistas con mayúsculas porque de verdad generan valor a las marcas; no se agotan con el chispazo creativo".
Tras seis años en Olabuenaga, Ferrari se mudó a Chicago. A su pareja se le presentó una oportunidad profesional y, a principios del 2010, hicieron maletas. Él fue contratado por la agencia global Leo Burnett, a cuyo grupo pertenecía Olabuenga. "Pero las cosas no resultan como uno piensa. Apenas llegué, me di contra la pared. El mundo corporativo gringo es muy difícil pero, más que eso, la crisis del 2008 había golpeado durísimo a las empresas de consumo masivo y yo trabajaba para Procter & Gamble. De inmediato empezaron los recortes. Fue muy frustrante. A los 18 meses, el cliente cortó un montón de gastos y terminé despedido. Fue un golpe, me quedé sin nada. Lo único que me quedaba era mi reputación y algunos ahorros. No quise volver a Uruguay; quería quedarme en México y rehacerlo todo de vuelta".
Ferrari dice que es pertinaz, pero ha tenido suerte. Apenas volvió a México, Rafael Barthaburu, entonces vicepresidente creativo de Young & Rubicam, le ofreció encargarse de Revlon. "Fue mi primer jefe en Uruguay y volví a trabajar con él, 15 años después, en otro país. Desde aquí manejé una cuenta para un mercado general de Estados Unidos, cosa que no pude hacer viviendo allá".
Hoy, Ferrari es director creativo de grupo en BBDO. Es una agencia metódica, estructurada y apegada a los procesos, piensa. Ahí, se ha ocupado de marcas como Mars, Alpura, Sabritas y desde el año pasado es director creativo del grupo para Ford y para Posadas, ambas pertenecientes a dos industrias que hoy viven con respirador, la automotriz y la hotelera.
"A veces me pregunto si seguiré en el mundo de la publicidad y he resuelto que por ahora sí, porque no me he agotado. Me gusta la carrera larga (y no lo dice solo figurativamente, es maratonista). Lo que más me gusta de mi trabajo es el proceso de observación. Para persuadir a través de un comercial o para llegar a un insight hay que partir de la observación. Lamentablemente, por razones que tienen que ver con la industria y la cultura, la publicidad en México es demasiado informativa y poco persuasiva; no seduce", opina el creativo.
–¿Está sobrevalorada la publicidad?
–No sé si sobrevalorada, pero ocurre lo siguiente: antes, la publicidad era cool, era sexy. Hoy en día, un chavo recién egresado prefiere trabajar en Google o en Facebook o en otra red social antes que en una agencia de publicidad. Las agencias nos hemos vuelto un poco como elefantes blancos y no hemos sido capaces de reformularnos. Yo me formé como publicista en una época donde competíamos sólo con otros mensajes publicitarios. No había más. Ahora, la gente tiene un lapso de atención de cero-coma-cero, y un anuncio compite con un meme, con un sticker enviado por WhatsApp, con la mañanera de AMLO y con todo tipo de contracontenidos. La publicidad es de las pocas disciplinas que cambia año con año. Siempre aparece algo diferente, algo nuevo por comprender, sea un nuevo formato, una nueva plataforma o nuevos datos que nos permitan entender mejor a la gente.