Como ha sucedido en los últimos años, datos que antes habrían sido motivo de profunda preocupación hoy transitan sin consideración alguna. Ante la presencia de temas de mayor impacto mediático, asuntos estructurales pasan a segundo plano.
Solo por ese motivo, debemos hacer un alto ante la información recientemente difundida por el Inegi en el sentido de que forman parte de la informalidad en nuestro país 32 millones 150 mil personas, que es desde luego el mayor registro histórico. Este crecimiento en los números coteja con lo dicho por la Unión de Comerciantes Ambulantes, que reporta un incremento de 15% en el 2022. Evidentemente, esta escalada tiene como factor adicional la época de pandemia, que eliminó trabajos formales que han encontrado espacios en la economía informal.
En la narrativa que justifica que cualquier persona luche por su supervivencia generándose medios laborales propios, aún y cuando se ubique en la marginalidad del sistema, violentando leyes o reglamentos de bajo impacto social, existen tigres agazapados. La vinculación de la informalidad no se limita al tráfico de bienes ilegales de todo tipo -robados, caducados, contrabandeados y falsificados, entre otros-, sino que se asocia con redes de narcomenudeo, evasión de impuestos, explotación de trabajo de grupos vulnerables y puerta de entrada a otras actividades del crimen organizado.
Informalidad y piratería se nutren mutuamente, y los esfuerzos realizados por reconvertir a los consumidores a través de la modificación de sus estándares morales, ha perdido eficacia ante la reducción sistemática del poder adquisitivo de grandes segmentos de la población.
La operación de las vastas redes de puestos semifijos en nuestro país alcanza cifras récord que anticipan inevitablemente el crecimiento de piratería. Esta clase de modelo de negocio opera bajo la lógica de lograr ventajas competitivas asociadas a su naturaleza, como el no pago de rentas por los espacios -salvo las cuotas por “derecho de piso”-, uso de energía eléctrica de la red pública, evasión de impuestos y productos de bajo costo que son falsificaciones o mercado gris.
La problemática inherente a esta tendencia es su irreversibilidad. Hemos constatado, a lo largo de los años que, una vez construida la red de distribución de bienes ilegales, la demanda del mercado la mantendrá operando en forma sustentable. Se pueden hacer operativos o decomisos, pero si son aislados, la propia red recrea operadores y recursos. Como decía, recuperar metros cuadrados que son cedidos al mercado informal en una economía como la mexicana es un desafío que implica altos costos políticos.
La desaparición de programas antipiratería, desde al menos 10 años, da constancia del abandono de estos objetivos y de la ausencia de rumbo en temas transversales que deberían convocar a sectores públicos y privados en una misma causa.