Mauricio Jalife

Todavía en estado latente, indicaciones geográficas

Como lo han acreditado ampliamente en diversas regiones del mundo, las indicaciones geográficas tienen una dimensión patrimonial, pero también cultural y turística.

A casi tres años de la promulgación de la nueva Ley Federal de Protección a la Propiedad Industrial, quedan aún asignaturas pendientes y decisiones por tomar. De las diversas nuevas figuras de la ley, una destaca por la trascendencia social que representa para el desarrollo de múltiples comunidades de productores tradicionales en el país. Estamos hablando, claro está, de las indicaciones geográficas (IG).

A diferencia de las conocidas denominaciones de origen, con las que comparten una serie de características, en el caso de las indicaciones no hace falta demostrar la participación de atributos tan escasos como los insumos endémicos y los métodos tradicionales de manufactura. Basta con demostrar que un producto ha tomado el nombre de una localidad, cuya fama ha trascendido a la propia geografía de su origen. Cajeta de Celaya o Sarapes de Saltillo son dos buenos ejemplos de indicaciones geográficas.

El efecto de la protección es el mismo que en el caso de las denominaciones de origen, consistente en poder reservar su uso en forma exclusiva a los productores de la zona beneficiada, alcanzando en la prohibición a buena parte de los países con los que tenemos tratados en la materia. Si el ejemplo de Tequila no nos ha generado motivación para seguir los mismos pasos, es difícil pensar en algo más que lo produzca, sin embargo, las condiciones parecían ya idóneas cuando las indicaciones geográficas se insertaron en la ley.

¿Qué nos falta entonces para detonar crecimiento y cadenas productivas de productos que poseen indicación geográfica? Como suele suceder en estos casos, la respuesta es multifactorial. En primera instancia, podemos decir que es necesario el involucramiento directo de los productores como beneficiarios inmediatos; es también conveniente el acompañamiento de los gobiernos de los estados como promotores y fondeadores de las gestiones; y como conducto para el logro de la protección jurídica es necesaria la participación del IMPI, desde que la idea se detona hasta más allá del decreto de protección. Para su funcionamiento, las IG requieren de financiamiento para los estudios que soportan su existencia, así como para la formación y operación de sus consejos reguladores. Se requiere, también, la sensibilidad y apoyo de la Secretaría de Economía en la formación y aprobación de las normas oficiales aplicables.

Como lo han acreditado ampliamente en diversas regiones del mundo, las IG tienen una dimensión patrimonial, pero también una cultural y turística. Es una figura que permite que, a través de la apropiación jurídica de un nombre, se genere un sentido de pertenencia y una disciplina de los productores que no se logra de manera espontánea. Para múltiples comunidades en Europa (y poco a poco en otras latitudes), ser poseedores de una IG ha sido el parteaguas en la conformación de productos exportables de alto valor agregado.

Hay muchas rutas para lograr el desarrollo de las IG en nuestro país. Una posible es la conformación de un organismo nuevo, con leyes y recursos suficientes para impulsarlo; otro camino pasa por utilizar al máximo los recursos y la experiencia del IMPI en la materia, como forma de generar el necesario balance en el sistema. Los pagos de tarifas de los usuarios intensivos, redireccionados para proteger y fomentar el crecimiento de los que han quedado marginados a lo largo de muchos años.

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