Los comentarios y conclusiones vertidos en la Mesa de derechos de autor y derechos colectivos, en el marco de las reuniones de consulta hacia el programa sectorial de cultura, representan, en mi opinión, una clara regresión de lo avanzado en los últimos años. Parecería que, para muchos de los asistentes, la Ley federal de protección del patrimonio cultural de pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas no hubiese sido publicada y entrado en vigor desde enero del 2022.
Como se recordará, esta ley fue el resultado de años de incesantes trabajos de análisis y discusión, que en sus escalas materializó más de 10 diferentes proyectos para regular las creaciones indígenas, incluyendo una reforma a la Ley de derechos de autor sobre el particular. En el contexto mundial, la regulación del conocimiento y las expresiones culturales tradicionales ha concentrado la atención de foros y organizaciones internacionales por más de tres décadas, en un esfuerzo continuado para dar a las creaciones de estas comunidades un tratamiento digno, justo y compensatorio.
Nuestra ley de la materia, aún con numerosas imperfecciones que hemos constantemente señalado, es la más robusta y avanzada del mundo, y contiene todos los elementos necesarios para operar las bases del reconocimiento, la protección y la explotación de los derechos de las comunidades y pueblos indígenas. Tiene, es cierto, serios problemas de instrumentación, que deben ser resueltos por el reglamento y otras piezas legislativas que siguen faltando al sistema.
Uno de los principales efectos secundarios de la ley es el alejamiento que la incertidumbre de sus procesos de autorización genera en empresas potencialmente interesadas en productos culturales de estas comunidades. Sin embargo, en el evento celebrado, muy pocas voces se orientaron a solventar esta problemática, y en cambio, el dogmatismo se impuso en la tribuna.
De hecho, algunos de los comentarios vertidos en la reunión cuestionan severamente la estimación de esta clase de derechos como propiedad intelectual de los pueblos indígenas, apelando a que categorías como “patrimonio” no responden a la visión y cosmogonía de dichos colectivos. Esa discusión, sostenida -y superada- desde hace años, ha transformado sus postulados ante la fuerza que posee la función pragmática de equiparar estos derechos a un sistema que funciona dentro de nuestro marco normativo y que ofrece soluciones valiosas para la administración de esta clase de derechos creativos.
Pretender, a estas horas de la madrugada, modificar lo que tantos esfuerzos ha costado, bajo una visión romántica de las creaciones indígenas, que desconozca las ventajas de un sistema sólido que las arrope, sería el mayor perjuicio que podríamos hacer a esas comunidades. Esperamos que el espejismo ideológico no impere, y evitemos caer en regresiones innecesarias.