Opinión Mauricio Jalife

Albazo legislativo en expresiones de folclore

Reforma que establece la obligación de contar con autorización para usar o explotar expresiones culturales tradicionales de los pueblos y comunidades indígenas.

De manera intempestiva -por no decir clandestina-, el pasado 24 de enero apareció publicado en el Diario Oficial la reforma que establece, por vez primera en la historia del país, la obligación de contar con autorización para usar o explotar expresiones culturales tradicionales de los pueblos y comunidades indígenas. En unas cuantas frases, por no decir palabras, se introduce un cambio histórico -no necesariamente adecuado- que modifica, de tajo y seguramente para siempre, lo que había sido la regulación permisiva de este tipo de creaciones.

Lo primero que debemos subrayar es la sorpresa de la aparición de semejante decreto dado que, como lo reporta la propia gaceta del Senado, existe una iniciativa, en curso de estudio, que crea una ley completa para este mismo fin; no se explica, bajo qué premisa, el Congreso apruebe esta reforma a la Ley Federal del Derecho de Autor, que es un retazo estridente y mal pegado, cuando se está cocinando un marco normativo serio y completo.

Lo segundo que debemos apuntar es la ausencia total que esta reforma aporta al mejoramiento de la protección y difusión de las obras que pretende tutelar, a partir de un radical y absurdo prohibicionismo, que poco aporta a la solución requerida. Para todos los países que han legislado en la materia, y para los organismos internacionales que han fijado agendas claras en el tema, el reconocimiento y protección de las creaciones nativas e indígenas busca, en primera instancia, preservar su identidad, honrar su paternidad, promover su conocimiento y otorgar a sus colectivos una remuneración justa por su uso.

La reforma, en cambio, desde la pura restricción, abre todas las interrogantes, pero no ofrece respuestas. ¿Están autorizados los propios integrantes de las comunidades para explotar las obras? ¿Desde hoy es violación a los derechos de las comunidades seguir haciendo uso de motivos de arte indígena que se han usado por una empresa reiteradamente? ¿Quién detenta la representación de dichas comunidades para otorgar la autorización? ¿Qué sanción existe por violar estas disposiciones? Estas son solo las más básicas de las preguntas, pero habría muchas más que formular.

Cuando una ley peca de tal nivel de improvisación e imperfección, el resultado corre por dos bandas: o se vuelve letra muerta, o causa el efecto contrario de lo que pretende. Si no existe certeza jurídica para usar obras de colectivos indígenas, su empleo podría volverse tierra fértil para la extorsión y la inseguridad, haciendo que muchos interesados reculen en sus propósitos de usar y difundir estas expresiones culturales. De esa manera, el objetivo promotor de la ley se corrompe: las obras no se usan y por tanto no se divulgan, y la comunidad no recibe compensación alguna por ello.

Esta reforma es una muestra plausible de que una sana legislación debe abandonar el protagonismo de congresistas que 'compran' un tema que les parece seductor, y concentrarse en confeccionar leyes bajo parámetros técnicos depurados, alejando las ocurrencias y los despropósitos de sus tareas. El peor escenario sería, que después de tres décadas de aspirar a una legislación en la materia, debamos convivir con una solución inexplicable, incompleta y superficial.

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