En un mundo marcado por la volatilidad global, las remesas emergen como un acto de resistencia económica: un flujo constante de recursos que desafía fronteras, sistemas políticos y, ahora más que nunca, agendas restrictivas. Más allá de las cifras récord —como el aumento del 2.9% en las remesas de 2024 en comparación con el año anterior, alcanzando 65 mil millones de dólares enviados a México en 2023—, estas transferencias narran historias de sacrificio y estrategia financiera. Son el testimonio de migrantes que han tejido un entramado de apoyo mutuo, enfrentando barreras tanto visibles como invisibles. Sin embargo, surge la pregunta: ¿cuánto más puede tensarse este hilo antes de romperse?
Un sistema diseñado para cargar a los vulnerables
Enviar dinero no es gratuito, ni sencillo. Por cada 100 dólares que un migrante decide enviar a su familia, hasta 25 dólares pueden quedarse en comisiones. Los servicios tradicionales han monopolizado durante décadas este flujo, aprovechándose de la falta de competencia. En contraste, plataformas más recientes, como la Financiera del Bienestar, han reducido los costos a 3.9 dólares por transacción, demostrando que es posible transferir dinero de forma justa.
Sin embargo, la pregunta persiste: ¿por qué los costos siguen siendo tan altos? La respuesta está en un modelo diseñado para monetizar la precariedad. Estas tarifas no solo gravan económicamente a los migrantes, sino que reflejan una indiferencia hacia su sacrificio: jornadas extendidas, trabajos mal pagados y, ahora, políticas que amenazan con hacerlos aún más costosos.
El mito del impacto unilateral
La discusión sobre las remesas suele girar en torno a cuánto benefician a los países receptores como México. Pero se ignora el impacto positivo que tienen en Estados Unidos. Los migrantes dejan el 82% de sus ingresos en la economía estadounidense, fortaleciendo sectores como el comercio, la vivienda y la agricultura. Este flujo interno es tan importante como el externo, y cualquier intento de gravar las remesas o limitar su envío pone en riesgo este delicado equilibrio.
Los gobiernos, al analizar este tema, tienden a caer en narrativas simplistas: culpar a los migrantes de drenar recursos o a los países receptores de depender excesivamente de este flujo. Pero los datos sugieren lo contrario: las remesas no son un costo; son una inversión económica y social que beneficia a ambas partes.
Redefiniendo la política migratoria
Las políticas públicas actuales fallan al no entender que las remesas son parte de un ecosistema financiero que requiere protección, no obstáculos. En lugar de promover gravámenes que penalicen a los remitentes, es esencial buscar soluciones que fortalezcan su papel como motor de desarrollo. Esto incluye:
1. Reducción de comisiones: Promover la competencia en el mercado de transferencias para reducir costos y aumentar la transparencia.
2. Inclusión financiera: Facilitar el acceso a cuentas bancarias para migrantes y sus familias, reduciendo la dependencia de servicios informales.
3. Protección legal: Blindar las remesas de políticas fiscales que pretendan usarlas como herramientas de presión política.
Antes del fin
Las remesas no son solo un flujo económico; son un acto de resistencia y solidaridad. En un mundo donde las narrativas restrictivas y políticas regresivas ganan terreno, proteger las remesas es una declaración de principios. No se trata de cuántos dólares cruzan la frontera, sino de la dignidad y el esfuerzo que representan. Más que una cifra, las remesas son el puente que une mundos separados por muros visibles e invisibles. Destruirlo no es solo una mala política; es un error histórico.