Otto Granados

'Business as usual '

La soberanía del país ya no depende de la amenaza exterior sino de sus niveles de crecimiento, competitividad, educación, innovación, modernidad, inclusión y seguridad.

Más allá del sentimiento de desamparo que refleja la percepción de alivio en torno al encuentro de los presidentes de México y Estados Unidos, hay que entenderlo en un contexto amplio que simplemente confirma algo de sentido común: es un tipo de relación histórica y estructural tan compleja que ya estaba aquí cuando aún no éramos y seguirá más allá de la coyuntura política y de quienes la encarnen en ambos lados. Veamos.

Según la retórica tradicional, México es un país formalmente libre, independiente y soberano de cara al sistema internacional, pero las nociones clásicas de esos conceptos han cambiado radicalmente en el mundo del siglo XXI. Si el común denominador entre ellos era la capacidad de autodeterminación, buena parte de la manera en que el país se conduce hoy en el escenario internacional está determinada, y, de hecho, condicionada, por un tejido normativo, económico, comercial, ambiental, financiero, migratorio o energético supranacional, donde los márgenes de maniobra son todo menos soberanos en el sentido en que los verbalizaba la vieja diplomacia.

Visto así, la soberanía del país ya no depende de la amenaza exterior sino de sus niveles de crecimiento, competitividad, educación, innovación, modernidad, inclusión y seguridad, asignaturas en las que, al menos por ahora, México padece graves desventajas y rezagos, que sólo se superarán con políticas eficaces. Es decir, lo que se necesita no se condensa en una coreografía cordial sino en la urgencia de repensar y reinventar, a partir de esos elementos, la manera en que el país participará, en el siglo XXI, en la construcción de una arquitectura internacional cuyos perfiles finales aún no concebimos con toda precisión, pero que sin duda será distinta.

Recordemos que en la iconografía de la cultura cívica mexicana, la política exterior fue, entre mitos, realidades y desafíos, una de las áreas donde los diferentes actores parecían haber logrado, hasta hace poco, un elevado grado de coincidencias. A diferencia de otras políticas públicas, la acción internacional de México fue generalmente una zona de consensos más que de disensos; una extensión del lábaro patrio en el que se envolvieron –bajo una mezcla de nacionalismo, timidez y desconfianza ante lo externo– gobiernos, partidos y opinión pública, tanto para resolver determinados arreglos de política doméstica como para que el país buscara un cierto lugar en el mundo. El carácter relativamente autónomo de esa política no fue, sin embargo, una cuestión sólo de principios sino, sobre todo, instrumental.

Primero sirvió para consolidar la independencia y la viabilidad de la naciente república y tener un espacio propio de maniobra entre las tentaciones españolas de reconquista y las pretensiones expansionistas de Estados Unidos. En la Revolución funcionó para alcanzar el reconocimiento del nuevo régimen y resolver los saldos heredados de la guerra civil. Entre los años cuarenta y sesenta del siglo XX, para sacar ventaja de la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial y navegar en medio de la tensión bipolar derivada de la Guerra Fría, y en los setenta para ejecutar, fallidamente, un nuevo activismo basado en el populismo y la demagogia de lo que entonces se dio en llamar 'no alineamiento' o 'tercermundismo'.

Una lectura desapasionada de cada una de esas etapas muestra que la política exterior no fue siempre estrictamente principista –aunque tuvo evidentes éxitos diplomáticos como en la etapa franquista en España, el derrocamiento de Arbenz en Guatemala o el golpe de Estado en Chile, entre otros– sino que de manera a veces muy puntual fue utilizada por las distintas administraciones para ensanchar primero los márgenes de negociación en la variada, difícil y accidentada agenda bilateral con Estados Unidos; para cobijarse, más tarde, bajo el paraguas de seguridad norteamericano en el hemisferio y evitar que México se viera contaminado por los brotes de insurgencia que proliferaron en América Latina, y, finalmente, para neutralizar a la disidencia interna y a los grupos de izquierda que supuestamente amenazaban la estabilidad política representada por el régimen de partido hegemónico. Hasta finales de los años ochenta, medida contra esos objetivos y bajo una concepción elástica del 'interés nacional', ese diseño funcionó, pero no podría decirse lo mismo en cuanto a los resultados que arrojó en otros aspectos cruciales para el país. Algunos datos son reveladores.

Tanto la inversión extranjera directa como el modesto comercio exterior de México, por ejemplo, se concentraban ya fuertemente con Estados Unidos; la llamada 'relación especial', que tuvo algunos gestos en los años cincuenta y sesenta como los programas de trabajadores migratorios, se deterioró como consecuencia del trasnochado activismo –"verbalista y estridente", según Mario Ojeda– del presidente Echeverría; la deuda externa mexicana con los bancos norteamericanos, al amparo de la aparente riqueza proveniente del petróleo, creció aceleradamente, y las discrepancias políticas con los vecinos, por las opuestas posiciones en los conflictos de Nicaragua y El Salvador durante los rescoldos de la Guerra Fría, llevaron a complicar más aún esas relaciones y a represalias directas como la Operación Intercepción, que cerró las fronteras a los productos mexicanos por varios días, o la imposición de sobretasas arancelarias a las exportaciones de nuestro país. Y todo ello, por cierto, en un contexto de vulnerabilidades estructurales y de crisis económicas recurrentes en México.

En suma, la acción exterior de esos años se tradujo en decisiones políticamente acertadas, de apropiada dignidad y autonomía declarativa, pero no podría sostenerse que contribuyeron a fortalecer la soberanía nacional, a disminuir la dependencia económica externa o a otorgarle a México un papel internacional relevante. De hecho, ninguna de esas tres cosas ocurrió.

Las lecciones derivadas de esos periodos –más la consolidación de EU como la superpotencia económica, militar y política; la revolución digital; la globalización y la emergencia de nuevos temas y actores, China en especial, en la agenda internacional– llevaron a México a modificar su estrategia, a darle a la política exterior un acento económico innovador y a reconocer que la centralidad de nuestra política exterior la constituye, inexorablemente, la relación con Estados Unidos.

Gracias a este cambio conceptual –y hasta psicológico– de proporciones históricas, México empezó a tejer en la administración Salinas una relación distinta con su vecino del norte. Firmó el TLC con EU y Canadá en 1992, de cuyos réditos sigue viviendo en buena medida la economía mexicana, cuando apenas seis años antes todavía se discutía si entrar o no al GATT. Suscribió después una importante batería de otros acuerdos comerciales; ingresó a la Organización Mundial del Comercio y a la OCDE; abrió nuevas embajadas y consulados, y siguió teniendo algunas diferencias con EU en episodios como la invasión a Panamá en 1989, pero la manera de procesarlas varió considerablemente, sin costos para el país.

En otras palabras, a partir de allí México empezó a comprender que las condiciones necesarias para que una política exterior sea funcional para el interés nacional son el pragmatismo, la oportunidad y el realismo, una secuencia de componentes que, con independencia de tonos y protocolos, subsiste hasta hoy y de la que, business as usual, se han beneficiado los últimos cinco gobiernos. La historia, dijo Henry Kissinger en una ocasión, enseña por analogía, no por identidad.

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