De manera habitual, los analistas de todo tipo tienden a comparar el desempeño de México a escala global usando los cientos de reportes que se producen en materias tan diversas como competitividad, PIB, Gini, productividad, transparencia, entre otros, y no se diga ahora en los temas asociados a la pandemia como el número de contagios y muertos, distribución de vacunas, políticas contra cíclicas y un largo etcétera, lo cual suena razonable: vivimos en un mundo global e interconectado, somos un país enorme, económicamente muy abierto, participamos en todos los organismos internacionales, y es relevante, por lo tanto, saber en dónde estamos exactamente parados, qué han hecho (o dejado de hacer) tales o cuales países y qué buenas prácticas es posible identificar y, en su caso, adoptar.
Pero cuando se trata, en otra pista, de instituciones académicas, centros de investigación o think tanks tendemos, por decirlo de alguna forma, al relativismo, es decir, a acotar los puntos de referencia a espacios más limitados (digamos México, América Latina, países emergentes) donde nos sentimos más cómodos o seguros, potenciamos más nuestras aparentes fortalezas y, en consecuencia, salimos comparativamente mejor. Desde cierto punto de vista, esa mirada es adecuada porque permite contrastar indicadores con países o regiones de características más o menos similares. Más vale cabeza de ratón que cola de león.
Sin embargo, en el siglo XXI, donde el conocimiento y la innovación son recursos críticos para el desarrollo de personas, sociedades y países que no conocen fronteras porque corren y se comparten mucho más rápidamente que el dinero, y cuyo valor agregado no está compuesto por la cantidad de activos físicos de que se dispone sino por el volumen, oportunidad y sofisticación de ese conocimiento invertido en un sistema productivo, ese relativismo puede convertirse, sencillamente, en una trampa o, peor aún, un autoengaño. En pocas palabras: si queremos saber realmente donde estamos, nuestra tabla comparativa no es el ombligo ni el vecino ni la región: es el mundo.
Por ejemplo, cada año, las universidades mexicanas suelen festinar la posición relativa que ocupan en los rankings internacionales, destacando algún indicador o bien dentro de América Latina. Pero si ampliamos el foco, la película es diferente. En la edición 2021 del que elabora el Times Higher Education, quizá el más balanceado, que incluye más de 1.500 universidades de 93 países, considera 13 indicadores de rendimiento que miden el desempeño de una institución en enseñanza, investigación, transferencia de conocimientos y perspectivas internacionales, analiza más de 80 millones de citas registradas en 13 millones de publicaciones de investigación e incluye respuestas a encuestas de 22 mil académicos de todo el mundo, ninguna universidad o tecnológico mexicano compite en la educación superior global. Las dos mexicanas (UAM y Tec de Monterrey) mejor situadas están en el intervalo de las posiciones 601-800 (el ranking, supongo que por elegancia, no ofrece el score exacto); sigue la UNAM entre el 801 y 1000, y luego otras 13 por debajo del lugar 1001. El resto de América Latina tampoco pinta mejor; hay dos brasileñas en el rango 201-500, y cuatro chilenas entre las posiciones 401 y 600. En cambio, hay 16 asiáticas entre las 100 mejores del mundo.
Por otro lado, directamente relacionado con la producción de investigación y transferencia de conocimiento en un país, hay otros indicadores recurrentes que generan valor, como las patentes, invenciones y diseños, los cuales representan una ventaja competitiva vinculada con la innovación y el conocimiento. También aquí subsisten interrogantes. Según el Global Innovation Index de la World Intellectual Property Organization, en 2019 se presentaron 18.9 millones de solicitudes de patentes, registros de marcas y diseños industriales en todo el mundo; de ellas, solo el 1.7 por ciento provino de América Latina y el Caribe, mientras que las de Asia representaron 66.8 por ciento. En el caso de México, se generaron apenas 20 mil 371. Y en este aspecto, como en otros, opera el mismo relativismo: México ocupa la segunda posición en la región, pero el lugar 55 a nivel global.
Finalmente, un tercer ejemplo. La universidad de Pennsylvania publica desde hace años el ranking Go To Think Tank que genera una clasificación acerca de los mejores y más importantes think tanks en el mundo para calibrar su verdadero valor agregado en la producción de información, análisis y soluciones de calidad en distintos temas. En su edición 2020 incluyó 11 mil 175 (109 en México, algo menos de 1 por ciento); en el 'top' global (174) hay tres mexicanos entre las posiciones 147 y 162; en el 'top' que considera solo los ubicados fuera de Estados Unidos (150) aparecen cuatro mexicanos en los lugares 76, 77, 87 y 127, y en el 'top' que se limita solo a México y Canadá (44) se incluyen 19 de nuestro país en muy diversos sitios, desde el 1 (COMEXI) hasta el 42 (IPEA). Nuevamente, jugamos bien solo en las ligas menores.
Desde luego que la explicación de este relativismo es multifactorial ―baja inversión en I+D e innovación; mala calidad en la asignación de recursos; uso modesto de sistemas de propiedad intelectual; escaso aprovechamiento de lo que generan universidades y think tanks en el diseño, formulación y ejecución de las políticas públicas; nula coordinación entre los sectores público y privado para establecer prioridades; excesiva distracción en la coyuntura mediática en lugar de inversión en la reflexión de fondo, entre otras cosas―, pero los resultados son los mismos: marcada desconexión entre la producción de conocimiento e innovación y la aportación de soluciones a los problemas concretos; incapacidad para competir de manera robusta con el mundo, e insuficiente generación de valor agregado que impacte realmente en la diversificación, complejidad y desarrollo del país.
En síntesis, talento hay, pero es hora de elevar el listón de la exigencia y ser cabeza de león y no de ratón.