Otto Granados

Hacer política

Muchos políticos y los abajofirmantes se equivocan al asumir que su sola firma basta para que los poderes públicos rectifiquen tal o cual cosa. Esa práctica ya no funciona porque la ruta no va en la dirección del diálogo, sino en la competencia por el poder.

Otto Granados Colaborador Invitado

En los últimos meses, antes y después del Covid, se han multiplicado los exhortos, súplicas, manifiestos y propuestas formuladas por analistas, académicos, empresarios, activistas, grupos de estudio, y también algunos oportunistas o simuladores, convocando al Presidente a cambiar, corregir o pausar sus principales decisiones y políticas. Sin embargo, el eco que han alcanzado lo ejemplifica la sincera respuesta de un inteligente funcionario y consultor internacional cuando le preguntaron, a propósito de un trabajo publicado sobre cómo paliar la crisis económica, si alguien del gobierno lo había buscado para hablar de ello: "No, nadie", dijo con candidez. Por tanto, es válido preguntarse si esa producción, en la que hay cierta energía invertida, es efectiva o no en el propósito político de que las cosas mejoren en México. O, por lo menos, que no empeoren más. Veamos.

Con naturales diferencias de enfoque y énfasis, hay una aceptable calidad intelectual y técnica en ensayos, artículos, columnas y estudios que aparecen en algunos medios. Suelen contener datos, evidencias y comparaciones que facilitan comprender lo que está sucediendo; por añadidura, ilustra también que algo ha avanzado el país en la educación de sus nuevas generaciones o, al menos, de una porción de sus élites. El problema, sin embargo, no reside allí, en la fuerza de los argumentos, sino en la probabilidad de que no sirvan para lograr cambios. En otras palabras: los términos de la disputa ya no están en el campo de las ideas sino en el terreno abiertamente político. Y aquí sí hay serias limitaciones.

En política, una de las primeras condiciones de eficacia es saber qué intereses se defienden o a nombre de quién se habla. Suponer que una determinada posición suscrita por abajofirmantes influye automáticamente en la toma de decisiones porque dicen representar a la 'sociedad civil' es una total ingenuidad, entre otras razones porque el concepto mismo es una abstracción: puede ser útil como adscripción personal o como tema académico, pero no como expresión orgánica en el mundo de la política real.

La segunda limitación es de carácter táctico y tiene que ver con que el gobierno ha probado ser refractario ante opiniones distintas u opuestas a sus propias creencias, y en la medida en que su lógica es, estrictamente, una lógica de poder, no tiene incentivos para modificarlas, y menos aún en un clima tan enconado. Por ende, la argumentación de los diversos llamamientos civiles se ha vuelto inevitablemente reiterativa, y, peor aún, políticamente estéril. Don Jesús Reyes Heroles lo entendía muy bien cuando advertía que el problema del intelectual (o activista o comentarista, para el caso) es que quiere "encerrar al mundo en sus ideas, no mide resistencias ni recuenta fuerzas, ni calcula los efectos de los medios de acción"; dicho de otra forma: le falta determinar el cómo y el cuándo, el por dónde y en qué momento, porque "el tiempo en política es definitivo".

Ese es el tercer reto. Bajo las reglas del juego democrático y el Estado de derecho, todavía vigentes, la lucha por el poder o, con precisión, por la definición de quienes tengan la capacidad para tomar decisiones cruciales para el país en los próximos años, pasa por las elecciones intermedias y allí lo único que cuenta son las alianzas, los ciudadanos y los votos. Si el esfuerzo de los argumentos quiere ser eficaz en la política de tierra, tiene que dar la cara, tomar riesgos e identificar con quién construir esas alianzas, y éstas transitan por las arterias de los factores reales de poder, los grupos de presión, los medios, los socios internacionales, y, desde luego, los legisladores y partidos, por desgastados que estén, para ensamblar una fuerza opositora robusta, creíble y competitiva. Nuevamente: se trata de hacer política en las calles, no de jugar a ella desde el cubículo.

Y aquí está un cuarto desafío. Muchos políticos, y los abajofirmantes, cometen un serio error de cálculo en la selección de sus interlocutores. Asumen que su sola firma basta para conmover a los poderes públicos para rectificar tal o cual cosa, como de alguna manera ocurría en el pasado cuando había más receptividad, por los motivos que fueran, a una opinión u otra. Esa práctica ya no funciona y no sólo por desdén, sino por algo más pragmático: la ruta correcta no va en la dirección del diálogo y la conciliación arriba, sino en la competencia por el poder abajo.

En ese sentido, debiera entenderse que los interlocutores naturales son los votantes, a los que hay que mover y convencer de que otra opción es necesaria y urgente, y hay que buscarlos y hablarles donde están: en las calles, los pueblos, los barrios, las ciudades, las comunidades rurales y los distritos de la compleja geografía electoral mexicana. Ese fue uno de los grandes equívocos de las campañas del PRI y del PAN en 2018: como en la fórmula de Isaiah Berlin, la zorra sabía muchas cosas, pero el erizo una sola y grande: por dónde latía el corazón del votante.

Por último, esa avalancha de llamamientos pretende abarcar tantos asuntos que se ha quedado sin narrativa propia: ser implacables con todo lo del presente y no reconocer nada del pasado no es un programa sino un desahogo, y los desahogos, en política, sirven de poco. Bienvenidos los datos y evidencias, pero lo que se necesita es una narrativa alterna que combine virtuosamente los innegables progresos del país en las últimas décadas –de los que muchos abajofirmantes han sido beneficiarios directos aunque tengan miedo de reconocerlo– con un programa de futuro que atraiga a la gente.

De otra manera, todo ese cúmulo de ideas sólo llevará, desde un punto de vista político, a un callejón sin salida: si no les gusta lo de ahora y no les gusta lo de antes, ¿cuál es el camino? Esta es una lógica de pensamiento irracional e, incluso, suicida, porque siempre puede haber algo mucho peor.

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