MIAMI, Florida.- La reaparición de Donald Trump en Washington para presentar un plan de gobierno sin anunciar su candidatura es el movimiento astuto de un pez gordo que ve las redes de su posible captura.
Trump, desde la presidencia de la República, quiso violentar la democracia de Estados Unidos y en ese lance cometió delitos.
Vamos a ver si los responsables de las instituciones de este país tienen valor para defender el sistema democrático o se doblegan ante un populista belicoso que cuenta con respaldo entre la población.
Estados Unidos enfrenta un dilema existencial como democracia.
No es una batalla Biden-Trump, sino la permanencia de la norma que por más de dos siglos los ha hecho fuertes y estables: nadie por encima de la ley.
Las audiencias sobre el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 exponen claramente la responsabilidad del expresidente Trump en el intento de golpe.
Trump incumplió su deber constitucional de proteger las instituciones democráticas al quedarse de brazos cruzados, durante 187 minutos, mientras sus simpatizantes disparaban y golpeaban en el corazón de la soberanía popular de Estados Unidos.
Trump, a pesar de una petición específica del líder republicano en la Cámara de Representantes, evitó convocar a la Policía y a las Fuerzas Armadas para detener la invasión.
Trump dio instrucciones para retirar al Servicio Secreto del mitin del 6 de enero, a pesar de haber sido informado oficialmente que sus simpatizantes iban armados.
Trump pidió ilegalmente al secretario de Estado de Georgia encontrarle más de 11 mil votos para revertir el triunfo electoral legítimo de Joe Biden.
Trump coaccionó al vicepresidente Mike Pence para violar la ley y declarar nula la jornada electoral de noviembre de 2020.
Trump instruyó a su abogado electoral, Rudolf Giuliani, a llamar a legisladores para retrasar la calificación del triunfo electoral de Joe Biden.
Trump instruyó a Giuliani operar la implantación de electores falsos durante las reuniones estatales del Colegio Electoral.
La posibilidad de Trump de librarse de un proceso judicial tiene un nombre: Merrick Garland, procurador general de justicia de este país.
Garland es un abogado afable que bien pudo ser magistrado de la Suprema Corte, pero carece de arrojo político para perseguir judicialmente a Trump.
Al frente del Departamento de Justicia habría funcionado de manera brillante Kamala Harris, desperdiciada en una vicepresidencia sin brillo cuyo comunicado de prensa más reciente fue una conversación telefónica con el presidente de Guyana.
El procurador Garland firmó, en días recientes, un memorándum en el que instruye a los fiscales del Departamento de Justicia a actuar cautelosamente en las averiguaciones del 6 de enero y requerir autorización oficial antes de perseguir legalmente a actores políticos potenciales.
Por eso el mitin de Trump en Washington esta semana, donde dejó ver –sin comprometerse– sus aspiraciones presidenciales.
La preocupación de Garland es evitar toda percepción de interferencia en el proceso político electoral, y cumplir con la regla no escrita de no encausar judicialmente a un potencial aspirante.
Sin embargo, la presión ejercida por la opinión pública y por los miembros del comité del 6 de enero parece estar teniendo efecto para evitar que Trump se convierta en un hombre fuera de la ley.
Hay señales de que los días de Trump en política podrían estar contados.
Ahí están, la decisión de perseguir por desacato a quien fuera su principal estratega político, Steve Bannon.
El cateo de la residencia de Geoffrey Clark, uno de los procuradores de justicia de Trump que estaba a favor de invalidar la elección a pesar de que no existía un soporte legal
El decomiso del teléfono celular de John Eastman, el abogado de Trump que inventó la teoría legal falsa sobre las atribuciones del vicepresidente para invalidar la elección.
El citatorio judicial a Mark Short, exjefe del gabinete del vicepresidente Mike Pence ante un gran jurado, que es el mecanismo formal para definir un encausamiento judicial.
La filtración en The Washington Post es lo más fuerte: Trump y sus acciones forman parte de la investigación criminal del Departamento de Justicia sobre las elecciones presidenciales de 2020.
Si el Departamento de Justicia decide un encausamiento criminal contra Trump, habrá dado un paso significativo para demostrar que, efectivamente, en Estados Unidos nadie está por encima de la ley.
Pero si el fiscal Garland, a pesar de la abrumadora evidencia contra Trump, no hace nada, infligirá un daño irreparable a las instituciones democráticas y de procuración de justicia de este país.
Está en juego el Estado de derecho, la aplicación de la ley por encima de consideraciones políticas y la confirmación de que nadie está por encima de ellas. Ni Trump.
Se trata, pues, de un dilema entre la ley o la barbarie.
Doscientos años de historia los contemplan.