Uso de Razón

Sobrevivió a todo, menos a la depresión

Conocedores de su obra y de su biografía me han contado que se mató de un escopetazo que disparó con el dedo gordo del pie derecho

CAYO HUESO, Florida.- A la casa del nobel se entra por un patio de piedras pequeñas, césped medianamente descuidado, un corredor de concreto y previo pago de 17 dólares solamente en efectivo.

Uno se encuentra en la puerta de acceso con un Hemingway de 58 años de nombre Rusty, que apunta los nombres para la visita guiada. Prefiero empezar por fuera y rodear la casa por el jardín, una pequeña jungla de mahoganys monumentales, filodendros, plátanos, arbustos y gatos, muchos gatos: 58, me ilustra Sarah, guía y cuidadora de esa reliquia donde Hemingway puso el punto final a sus libros Adiós a las armas, Verdes colinas de África y Muerte en la tarde.

Recostado en el césped juego con un gato blanco con manchas negras y veo que una de sus patas delanteras tiene seis dedos. “Así son estos gatos. Se les llama polidactilia”, me explica Sarah.

El primero de todos ellos, del cual descienden los huéspedes privilegiados de esta casa, fue Snow Ball (Bola de Nieve). Se lo regaló a Hemingway un marinero amigo suyo, conocedor de la simpatía del escritor por los felinos.

Alguna vez lo explicó Hemingway: “Un gato tiene una honestidad emocional absoluta: los seres humanos, por una u otra razón, pueden ocultar sus sentimientos, pero un gato no”.

Les puso nombres de artistas ya fallecidos y la tradición se mantiene. El blanco de manchas negras, de seis dedos y una lengua rasposa como lija que pasó tres veces por la yema de mi dedo índice, se llama Rita Hyworth, como la gran diva de Hollywood entre los años 40 y 60, cuyo nombre real era Margarita del Carmen Cancino.

Adentro de la casa se respira más despacio, con respeto, porque fue el hogar de uno de los pocos reporteros que desembarcaron en Normandía en la II Guerra Mundial, para cubrirla desde el campo de batalla (es cuento, o treta de mercadólogos, eso de que entró a París al frente de un grupo de soldados y liberó el hotel Ritz, cuyo bar lleva su nombre).

Fue combatiente en la Primera Guerra (Adiós a las armas), herido en la Guerra Civil Española (Por quién doblan las campanas) y narran sus biógrafos que también fue sobreviviente del cáncer, la malaria, neumonía, el ántrax, la disentería, la hepatitis, fractura de cráneo, hígado y riñones dañados, vértebras fracturadas, tres accidentes automovilísticos, anemia, heridas de mortero…

A lo que no sobrevivió fue a los bazucazos de la depresión.

Conocedores de su obra y de su biografía me han contado que se mató de un escopetazo que disparó con el dedo gordo del pie derecho. No he vuelto a oír esa versión tan original de jalar un gatillo para volarse los sesos.

El caso es que antes de darse un tiro en la cabeza con una escopeta en su casa de Ketchum, Idaho, dejó una obra literaria con base en la disciplina espartana que desmiente la imagen (que él quería dar) de disipado, irresponsable y noctámbulo perpetuo.

Algo o bastante pudo haber habido de eso, pero es una nota insignificante junto al legado literario colosal que sólo pudo labrar con base en la perseverancia.

También quiso dar la imagen de macho, mujeriego, y escondió su parte femenina, de la que habla su nieto John, hijo del segundo de los hijos de Ernest Hemingway, Gregory, que se cambió de sexo, se puso el nombre de Gloria y murió preso en una cárcel para mujeres.

Es parte de la saga trágica de los Hemingway.

De todo ello hay algo dentro de esta casa, que vamos a recorrer en la columna del viernes.

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