ARACATACA, Colombia.- El vallenato se oye con mayor nitidez en Radio Macondo Stereo, “la radio Nobel” de la ciénaga, a medida que entramos en la planicie de este pueblo rodeado de montañas verdes que el coronel Aureliano Buendía, al frente de 21 hombres intrépidos, había de cruzar 32 veces para promover igual número de levantamientos armados y perderlos todos.
No vi mariposas amarillas, sino unas muy pequeñas de color naranja con negro. Muchas. Con ellas Gabriel García Márquez combinó la literatura con el oficio de reportero para dar credibilidad a sus historias:
“En el periodismo basta que se deslice una sola falsedad para que todo el texto sufra un menoscabo. En cambio, en la ficción basta con una sola verdad para que toda la obra adquiera legitimidad…”, dijo en 1981 a Peter Stone, en su mejor entrevista, publicada en The Paris Review. Abundó:
“Se trata de un recurso periodístico. En Cien años de soledad utilicé mucho ese recurso. Es exactamente la misma técnica que utilizaba mi abuela. Recuerdo en particular la historia sobre el personaje que vive rodeado de mariposas amarillas. Cuando yo era muy pequeño venía de vez en cuando un electricista. Llevaba un cinturón con el que se suspendía de los postes eléctricos y a mí me entró mucha curiosidad por aquello. Mi abuela solía decir que, cada vez que venía aquel hombre, dejaba la casa llena de mariposas. Sin embargo, cuando escribí lo de las mariposas me di cuenta de que, si no decía que eran amarillas, el público no lo creería… Siempre he estado convencido de que mi verdadero oficio es el de periodista”.
Imposible distinguir qué es real y qué es mágico en este lugar.
Mágico es el sancocho de costilla que comimos de un caldero sobre las brasas, cocinado a la intemperie en un restaurante con piso de tierra, digno del más célebre banquete de Luis XIV o para coronar con aplausos el milagro de Cristo en las bodas de Caná.
Por las calles de Aracataca me guía Ancízar Vergara, director de la Biblioteca Remedios La Bella, cuyo nombre fue puesto por votación unánime del Concejo Municipal en 1975, “en honor de la señora Rebeca, una tía de Gabito que llegó al pueblo después de la Guerra de los Mil Días, procedente de La Guajira”, dueña de una belleza que no se ha vuelto a ver aquí, y que el nobel hizo subir al cielo envuelta en las sábanas blancas que vio en un tendedero de azotea en la Ciudad de México.
La biblioteca está compuesta por miles de libros viejos, en anaqueles que guardan la obra del ilustre cataquero Gabriel García Márquez, en los 21 idiomas a los que fue traducida.
Casi todos sus libros nacieron de lo que vio y oyó en su infancia, en la casa blanca de cemento, madera y techo de zinc que tengo frente a mí.
Ahí García Márquez sólo tuvo que abrir los ojos y oír “la forma en que mi abuela solía contar las historias. Contaba cosas que parecían absolutamente sobrenaturales y fruto de la fantasía, pero lo hacía con una naturalidad absoluta”, dijo a Stone.
“Siempre me divierte comprobar que los mayores elogios sobre mi obra se centran en mi capacidad imaginativa, cuando lo cierto es que no he escrito una sola línea que no tenga una base real”.
Lo pude comprobar:
Nació en el cuarto de sus abuelos, Tranquilina Iguarán (Úrsula) y Nicolás Márquez, recaudador de impuestos, miembro del Partido Liberal, que llegó a coronel en la Guerra de los Mil Días y después se retiró a un cuarto de la casa a fabricar pescaditos de oro.
En el “taller de platería”, el coronel pintó una pared de blanco para que Gabito hiciera dibujos con lápices de colorear mientras él trabajaba y le contaba historias tan alucinantes como reales.
Al coronel Márquez le gustaba sacar a pasear al nieto, y una tarde remota lo llevó afuera del pueblo, junto al río Aracataca, donde el niño Gabriel García Márquez había de conocer el hielo.
“Era una casa de tablas grandes y ahí se fabricaba hielo”, explica Ancízar, mientras pasamos por la antecocina en que la abuela, Tranquilina, hacía caramelos con forma de animalitos.
En el patio, un pivijay (parece un ficus gigante) ocupa el lugar del castaño donde José Arcadio Buendía, en Cien años de soledad, fue amarrado sin poner resistencia, a pesar de su lucidez deslumbrante, por la sencilla razón que el viejo fundador de Macondo explicó en una frase breve y contundente en la lengua que aprendió de Melquíades: hoc est simplicissimum: porque estoy loco.
En la calle de Los Turcos sólo quedan vendedores de plátano y guayaba, y la casa de dos pisos que perteneció a la familia Daconte –inmigrantes italianos que tocaban el violín–, uno de ellos bautizado como Pietro Crespi en la novela, es una tienda de papalotes y camisetas de futbol.
Más allá, no mucho, está la Casa del Telegrafista, donde trabajó Gabriel Eligio García, padre del nobel, y en la que el alemán dueño de la empresa, cuando se escribía en clave Morse con su alfabeto de puntos y rayas, dijo a Florentino Ariza, personaje de El amor el tiempos del cólera, que “telegrafista es la profesión del futuro”.
Descascarado el cemento y deslavada la pintura por las lluvias, aún se puede leer en el segundo piso de una casa el nombre del Teatro Olimpia, donde los asistentes rompieron las butacas por la estafa de que el malo de la película anterior reapareció vivo en la siguiente, no obstante que ellos lo vieron muerto de cinco tiros certeros.
A 20 kilómetros de Aracataca pasamos por Río Frío, donde se llega a la finca Neerlandia, el lugar en que el coronel Aureliano Buendía firmó la paz, sin discursos, bajo una ceiba descomunal y luego se pegó un balazo donde el médico le dibujó un círculo en el sitio exacto donde supuestamente tenía el corazón. Lo engañó el doctor, que adivinó la intención suicida de la petición del coronel.
En ese lugar el abuelo de García Márquez firmó el fin de la Guerra de los Mil Días y se refugió en el cuarto de platería a hacer figuras y contarle historias a Gabito, dice Ancízar.
-¿Le gustaría recibir el Nobel? –le preguntaron a García Márquez en The Paris Review–.
-Creo que para mí sería absolutamente catastrófico. Desde luego me encantaría merecerlo, pero sería terrible recibirlo. Complicaría todavía más todos los problemas que supone la fama. Lo único que lamento en mi vida es no tener una hija –contestó–.
Pocos años después lo tendría todo y nada fue catastrófico, para fortuna nuestra y larga gloria de este hombre que nos enseñó que el trabajo de escribir tiene “diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de transpiración”.
El viernes: Macondo.